lunes, 25 de enero de 2010

::CAPÍTULO 2 - PARTE 4::



Al día siguiente la lluvia había convertido la ciudad en un gran atasco. Llovía como casi no se recordaba, y lo hacía con tanta fuerza que más de una alcantarilla había dicho ya basta y no admitía más agua en su local. El transporte público se colapsaba por momentos, los vehículos particulares apenas avanzaban y sólo las bicicletas podían presumir de no llegar demasiado tarde a sus citas.

A Valentín no le gustaba demasiado conducir, ni andar en bicicleta, ni coger un taxi ni usar paraguas, por lo que con la única ayuda de un abrigo largo algo pasado de moda con el que acabaría calado hasta la médula decidió dirigirse sin más tardanza al cementerio. Y mientras caminaba, oculto entre los paraguas de los viandantes y camuflado entre los cientos de abrigos oscuros y la luz vespertina, no podía dejar de pensar en lo que Iris le había contado el día anterior.

Sasia estaría en la ciudad una semana; no sabía nada sobre la muerte de Sara y al parecer aquel año sería el último para las reuniones en el cementerio: Sasia desaparecería por fin también de sus vidas.

Cinco años dan para mucho, y a pesar del cariño que sentía por Sara se alegraba de poner punto y final a aquella parte de su historia; y más se alegraba por Iris: por fin podrían dedicarse el uno al otro por completo; sin fantasmas; sin recuerdos. Sin Sara. Esperaba que el carácter de su amor cambiase un poco; sin prisas; que volviese a ser un poquito más como antes. Lo sucedido había sido todo un golpe; para todos; y para las esperanzas que ambos tenían depositadas en ella.

A veces se descubría fantaseando en el trabajo: era invulnerable y podía utilizar su… habilidad (así la llamaba Sara) para hacer de la ciudad un lugar mejor. Dejaría que los rumores se extendiesen por la ciudad, por todos y cada uno de sus rincones: un poli indestructible. Y entonces sonreía; sonreía por lo absurdo de la situación. No se veía siendo invulnerable, pues en realidad ya no sería él mismo; sería otro; y tal vez ese otro se dejaría llevar por caminos no del todo honestos. Es decir; si fuese invulnerable desde los trece años, como Sara, no habría crecido hasta convertirse en el Valentín que era; se habría enfrentado a la vida desde otra perspectiva.

Sin embargo había que reconocer que todo aquello era de locos. Si no lo hubiese visto con sus propios ojos en más de una ocasión habría jurado que la existencia de Sara había sido tan solo una parte de un sueño del todo imposible. ¿Invulnerable? ¿En serio?

En todo caso la vida habría de continuar; con o sin Sara. Nuevos días, nuevas frustraciones, nuevas alegrías… El mundo seguía su curso. Tenía cierto miedo de estar exagerando, pero consideraba que la decisión de Sasia e Iris de no volver a verse nunca más había sido la mejor de las decisiones que se podrían haber tomado en el día anterior.

Pero a pesar de todo la más obvia de las cuestiones se convertía poco a poco, y más desde la última visita de Sasia, en una sutil obsesión en su cabeza: Cómo diablos había muerto.

Y por Dios; cómo se estaba empapando.

Decidió acortar por un par de calles menos transitadas que había patrullado años antes. No eran las mejores zonas del barrio en el que estaba, pero confiaba en no tener que asustar con su placa a un par de jóvenes imbéciles rompiendo contenedores de basura o meando en alguna oscura esquina. La verdad es que tenía ganas de coger un café de camino, llegar lo antes posible y quedarse un buen rato sentado frente a la lápida de su amiga. Le daba igual mojarse más, porque era imposible. Se sentaría en el banco de piedra hasta que el frío comenzase a entumecer sus músculos y entonces se retiraría, en principio, para siempre.

Hasta donde sabía, los límites de la invulnerabilidad de Sara eran completamente desconocidos. Él mismo había sido testigo en más de una ocasión de la puesta en práctica de la “habilidad”, y también más de una vez, mientras descansaba en el sofá de su piso años atrás, con un café caliente entre las manos, una película de artes marciales en la televisión y algunos informes policiales que todavía necesitaban un último vistazo antes de ser entregados, comenzaba a discurrir con el objetivo de acertar qué grado de intensidad sería necesario para dañar el cuerpo de Sara. ¿Una bomba nuclear? ¿La bomba del Zar? No se le ocurría nada más devastador.

En su momento incluso había hablado en innumerables ocasiones con la propia Sara sobre sus límites. ¿Podía ahogarse? ¿Necesitaba respirar?

Ella le contaba lo que había experimentado y seguía experimentando por tal camino, y sin embargo ni Sara se veía capaz de destacar una situación en concreto a la hora de hablar de sus límites; se dedicaba sencillamente a repasar las medidas que le parecían más desproporcionadas. Sara decía que llegado cierto momento no sabes qué hará más daño: si un tren arrollándote o una caída desde veinte pisos. Que pierdes la perspectiva; que no sabrías asegurar con relativa certeza si la explosión de una bomba lapa aferrada a tu pecho sería más dantesco que verse sepultada bajo innumerables toneladas de escombros.

Pero a Valentín le seguían surgiendo preguntas; más y más.

Sin ser apenas consciente del tiempo que llevaba caminando bajo la lluvia comprobó que había llegado a las puertas del camposanto, por lo que tras una breve visual para orientarse en el vasto espacio dirigió sus pasos hacia el lugar en el que (creía recordar) estaba la tumba de Sara.

Por supuesto no era el lugar más de moda en la ciudad. Tras mirar con dificultad a su alrededor, mientras volvía a subir el cuello del abrigo descubrió para su sorpresa más gente de la que en principio se esperaría bajo aquella lluvia torrencial: a lo lejos se estaba celebrando un pequeño funeral de no más de diez personas con sus paraguas, intentando resguardarse del frío y de la lluvia. El único que se mantenía impasible al tanto que rezaba sus salmos era el cura que presidía la ceremonia. En otra parte un joven y dos ancianos estaban frente a una lápida dejando algunas flores y retirando otras rancias y marchitas. Más allá alguien fumaba un pitillo bajo la escasa protección que brindaba uno de los viejos árboles.

Si aquello fuese un centro comercial juraría que aquel individuo estaba esperando para sisar alguna que otra cartera. ¿En un cementerio? A saber.

Para cuando encontró la lápida y el banco de piedra sus pensamientos volvían a retroceder varios años; retrocedieron hasta el momento en que Sara le salvó la vida por segunda vez; al momento en que entre los dos llegaron al acuerdo tácito de ayudar siempre que se necesitase de su ayuda; al momento en que con el apoyo de Sara logró el tan ansiado ascenso. Recordar aquellos momentos que habían compartido, todos ellos, tanto los buenos como los malos, era la manera que creía más adecuada para presentarle sus respetos.

Y así, sumido en los recuerdos, rodeado por el continuo ruido de la lluvia, acariciado por el fuerte viento y con la mirada clavada en la fría lápida de piedra grabada de la tumba de Sara, no se dio cuenta de que alguien estaba en aquel momento justo detrás de él.

-¿Es usted Valentín? – Sonó a sus espaldas. La pregunta, casi gritada para sobreponerse al continuo ruido provocado por la lluvia, le cogió completamente por sorpresa.
-¿Quién lo pregunta? – Respondió algo tenso mientras dejaba el banco. Era el tipo del árbol; el del pitillo; el que entraría a robar en cualquier tienda en cuanto tuviese la más mínima oportunidad. Largas líneas negras tatuadas asomaban desde lo que se veía del cuello hasta la mejilla; no tendría más de treinta años y su ropa estaba completamente empapada; incluso más que la suya propia; a saber cuanto tiempo llevaba esperando bajo aquel árbol.
-Yo… no soy… - Titubeó al responder. No parecía querer dar demasiados datos personales. – Me han dicho que usted vendría. – Dijo mientras tendía una bolsa de plástico completamente empapada. – Que le diera esto.

Valentín recogió la bolsa con ciertas dudas.

-Puede ver que no he abierto nada. – Continuó gritando el extraño mientras comenzaba a retirarse. – Ni el sobre ni la caja.

Valentín abrió la bolsa y sacó un grueso sobre acolchado y una pequeña caja de metal. Tanto el sobre como la caja estaban cerrados con un pequeño precinto que parecía en perfecto estado. Cuando levantó la vista el individuo estaba caminando a toda prisa alejándose bajo la lluvia.

Valentín intentó escrutar con la mirada todo el cementerio mientras resguardaba la bolsa bajo el calado abrigo, pero estaba sólo. El funeral había acabado sin dejar rastro de los presentes y tampoco encontraba al joven con los dos ancianos. Sería mejor que alcanzase al que le había dado la bolsa y le hiciese un par de preguntas antes de que se quedase con la bolsa y un palmo de narices.

Pero justo cuando se disponía a seguir al individuo otra figura salía a lo lejos de la protección que le daba un árbol. A aquella distancia, lloviendo, con la oscura noche y la poca iluminación del cementerio, lo único que pudo discernir fue cómo una figura dentro de una larga gabardina oscura saltaba ágilmente el muro y desaparecía fuera del cementerio y de su vista.

Alguien se había quedado a comprobar si Valentín recibía un importante sobre y una imprescindible y pequeña caja de metal. El asunto era quién y por qué, y ya era tarde para interrogar al tipo del árbol.