jueves, 14 de enero de 2010

::CAPÍTULO 2 - PARTE 3::



Los tres sabían que a Sara le resultaban sumamente importantes las opiniones de los que se encontraban en su ambiente cercano; los valores morales, la determinación, las preocupaciones y las conclusiones de aquellos a los que quería y estimaba con todas sus fuerzas.

Aquello no tenía que ser necesariamente un defecto si las opiniones y recursos morales de las influencias recibidas se mostrasen equilibradas y tendiesen a compensarse, obligando de tal manera al espíritu crítico de Sara a calibrar las opciones adoptadas y reaccionar en consecuencia; más de una vez una duda, una consulta o una indecisión en concreto obtenía una respuesta con carácter de verdad absoluta cuando los tres estaban de acuerdo en cual debía ser la tarea a cumplir. Pero siendo así… ¿Acaso no era de esperar una respuesta como la que acabó por sobrevenir? ¿No era lógico pensar que Sara estaría mejor sin ellos que con ellos? No eran las opiniones individuales lo que la volvían loca; era el grupo; lo que sentenciaban por separado y la fuerza y la pasión con la que lo hacían.

Debería haber previsto su reacción; y de hecho la había previsto. Pero no tan pronto. Su marcha tenía que suceder casi un año más tarde; entonces estaría preparada. Si hubiese ocurrido del modo… planeado… tal vez… ya no la humanidad, pero sí alguna ciudad podría contar con un restablecedor del orden y la justicia hasta el fin de los días cuya vida no fuese una continua sucesión de tormentos como los que había vivido la pobre Sara.

Justicia. Es un concepto hoy en día demasiado subjetivo. Todos diferenciamos sin demasiados problemas el bien del mal, pero en algún momento de esa diferenciación aparecen nuestros propios intereses y el camino teórico de la justicia tiende a difuminarse. Pero es posible traer de vuelta el concepto; no es tan descabellado pensar o imaginar una sociedad que trabaje por el bien común; en todos los sentidos.

Ideas de loco; de soñador. Más si era sincero consigo mismo no lo creía del todo imposible, y le había concedido innumerables horas a tal pensamiento. Había concluido hace años que eran simplemente las ideas de alguien que podía y quería arrimar el hombro en la complicada misión de mejorar el mundo. No todo el mundo, claro, pero al menos sí algún lugar concreto del mundo.

Las posibilidades eran inmensas y la habilidad de Sara, correctamente dirigida, era sin duda la clave para muchas de las soluciones necesarias en la sociedad. Durante considerables noches había fantaseado con ser él mismo el portador de tal don, pero casi prefería que no hubiese sido así: se conocía demasiado como para pensar que podría no caer en la tentación de imponer su propia justicia, olvidando al poco los nobles objetivos de su primigenia y honorable idea. Lo fastidiaría todo. Pero siendo Sara la portadora él se sentía a salvo: podría enseñarle todo lo que él sabía; podría guiarla como ya antes había hecho en el camino adecuado para que ella misma fuese crítica con la sociedad y sus con sus cánceres; crítica incluso con lo que él le enseñaría. Cuando miraba el rostro de Sara estaba convencido de que ella sería la posibilidad de la humanidad; aunque él la abandonase en algún momento; pues en algún momento tendría que hacerlo.

Si él fuese invulnerable…

La simple imagen que su mente proyectaba hacía que le temblasen las rodillas. Enseguida apartó de su cabeza aquellos pensamientos; lo dejaría para más tarde, cuando hubiese de enfrentarse con la verdadera posibilidad.

-En realidad ninguno de nosotros tiene la culpa de su muerte. - Dijo resolutivo. - Sólo somos culpables de que decidiese marcharse. De eso sí.

Iris continuaba con la mirada clavada en el suelo; sus ojos rezumaban pequeñas lágrimas que resbalaban por sus mejillas hasta llegar al cuello de su camisa. Mantenía las manos entrelazadas sobre los muslos, la espalda recta y el cuello inclinado hacia delante.

-Iris; yo…

Pero no sabía qué decir que no hubiese dicho ya al respecto. Al final se había decidido a echarle en cara lo que todavía dudaba que fuese realmente necesario contar. Podría haber mentido; o en todo caso podría haberse callado. Pero tal vez entonces Iris nunca superaría la muerte de la persona más importante en su vida, y tal como estaban las cosas era mejor que lo aceptase de inmediato.

Aferró con fuerza los objetos que descansaban en los bolsillos de su raída gabardina.

Ensimismado en sus propios pensamientos, Sasia apenas se percató de que Iris se había levantado y se alejaba ya del banco en el que se habían estado sentando desde hacía cinco años para presentarle sus respetos a Sara.

-Iris. – Sasia se levantó. – Tengo algo que Sara querría que tuvieses...

Aquellas palabras provocaron que Iris se quedase completamente quieta. Lenta y casi imperceptiblemente giró el cuello para escuchar mejor mientras enjugaba las lágrimas de su rostro.

-Desde que se fue… - Continuó Sasia. – estuvo en muchos lugares. Viajó casi dos años visitando países y aprendiendo de ellos lo que tenían a bien en mostrarle. Pero después de cada viaje volvía a la ciudad; sólo un día. Volvía para verme y contarme lo que había visto. Y preguntaba por vosotros.
-Por qué. – En las palabras de Iris no se percibía el mínimo atisbo de pregunta.
-Siempre… siempre se mantuvo en contacto conmigo. Le aconsejé que no se pusiese en contacto con vosotros; así sería más fácil… más fácil para todos.

De su viejo abrigo sacó un grueso sobre acolchado y una pequeña caja de metal; con gesto cansado acortó la distancia que les separaba y se los tendió a Iris.

-Viejohijodeputa… - susurró sin coger lo que le ofrecía. En su lugar apretó ambos puños y asestó un puñetazo sorprendentemente fuerte en pleno rostro de Sasia, de cuya nariz comenzó a brotar un pequeño hilillo de sangre justo al caer al suelo. Tras levantarse de nuevo con dificultad y recomponerse, con la nariz todavía sangrante volvió a ofrecerle a Iris el sobre y la caja.

-Llévatelo; a casa. Léelo con calma. Y cuando termines deberás abrir la caja; no antes, por favor. Yo estaré en la ciudad una semana; donde siempre; por si me necesitas. Y después me iré; lejos. No volveréis a verme jamás, y dudo que me echéis de menos.

Sasia lo había dicho casi de carrerilla; como si lo tuviese memorizado desde meses atrás pero hubiese omitido ciertas partes justo en el último momento. En cuanto Iris recogió los objetos entre sus manos, los pasos de Sasia comenzaron a llevarlo fuera del camposanto, entre las hojas movidas por el viento y el leve ulular de los árboles.

Sin más, se fue.

-Viejohijodeputa… - volvió a susurrar mientras las lágrimas brotaban esta vez sin control.

Se sentía tan… tan traicionada, tan vejada, tan humillada… Sasia había estado viendo a Sara durante los dos últimos años de su vida; habría hablado con ella; habría paseado; habría discutido; la habría aconsejado; habría sabido cuales eran sus preocupaciones y temores, sus deseos y sus esperanzas. Y en todo ese tiempo no había recibido noticias de ella. Un simple “estoy bien” habría valido; una carta, una nota, un mensaje… cualquier detalle por pequeño que fuese habría sido una tabla de salvación para ella. Pero prefirió seguir el consejo de Sasia.

Dejó caer el sobre y tiró la caja con aires cansados; se volvió y dirigió sus pasos hacia la salida del cementerio. Ya no quería saber nada. Absolutamente nada. Por primera vez en cinco años Sara comenzaba a estar completamente muerta para ella.