sábado, 28 de noviembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 1::



Me llamo Sara… y soy invulnerable.

Al ser humano siempre le ha gustado etiquetar todo lo que le es enseñado o se comprueba aparecido de repente y sin previo aviso en su rutinaria, segura y confiada cotidianeidad; ese intento de control de la sociedad, naturaleza, espacio… contexto en el que vive, al fin y al cabo, no es más que el reflejo del profundo miedo que siente ante lo desconocido. Quiero decir: considera que una vez que lo etiqueta y lo define pasa a ser conocido, y ante aquello que se conoce siempre se puede actuar o reaccionar de algún modo. Preferiblemente controlar, en resumidas cuentas.

¿Cómo reaccionarían ante mí? Es decir, si supiesen que existo tal y como soy…

Comencé a ser consciente de lo que me pasaba aproximadamente a los trece años de edad. ¿Habéis buscado alguna vez la palabra “Invulnerable” en el diccionario? Yo tardé sobre tres meses en hacerlo, y lo que me encontré, en su momento, fue lo siguiente:

“Dícese de aquel que no puede ser herido”

El término existía, por supuesto, y a pesar de que me extrañó en cierto modo el hecho de que algo pudiese “no ser herido” (nunca se me ocurrió ningún ejemplo mínimamente válido hasta conocerme a mí misma), lo que más me llamó la atención fue que la definición se considerase aplicable a la condición humana. En caso contrario me habría encontrado con una definición del corte “que no puede ser mellado” o “estropeado” o algo por el estilo, quiero pensar. Algunos de los sinónimos que tiene la palabra son: Inexpugnable, ileso, inmune, seguro, invencible, protegido, invicto, salvo, irreductible, fuerte, indiscutible, imbatible, inviolable… Todos ellos con acepciones en realidad bien distintas a las que he acabado por considerar que posee la palabra “Invulnerable”. Y en mi caso sé perfectamente de lo que hablo.

Todos esos sinónimos sólo aciertan a describir aspectos independientes de mi condición; son todos los que están, en cierto modo, pero… son todos ellos unidos (y muchos, muchos más) los que pueden comenzar a manifestar la plena consciencia de lo que siento y padezco.

Ahora tengo veintiocho años, y según las etiquetas de la sociedad soy mujer, licenciada en Bellas Artes, caucásica, castaña, alta, camarera, profesora de dibujo, ama de casa, huérfana, dibujante y amiga, entre otras; y me reservo algunas. Está claro que todas esas etiquetas, unidas, pueden llegar a conformar un tenue (muy sutil, ciertamente) fantasma ligeramente similar a lo que en realidad considero ser, y en cierto modo la misma sociedad que me adjudica tales aptitudes o cualidades o como quieras llamarlas es la que reacciona ante mí teniendo en cuenta precisamente ese conjunto de nociones que me ha concedido. Algunos de esos conceptos o clasificaciones son irrevocables (licenciada en Bellas Artes no deja mucho lugar a la duda), pero otros como “alta” son tenidos en cuenta con respecto a la media, imagino, y en todo caso son susceptibles de ser sometidos a examen; pueden depender de la comparación según el contexto en el que me encuentre.

Hoy en día una caucásica (digan lo que digan aunque depende de en qué lugares) sigue siendo tratada de distinta forma que otras; una camarera tiene un estatus que todo el mundo reconoce (da igual una camarera que otra; básicamente es una persona que sirve en una cafetería); las chicas altas imponen más que las bajas, las alumnas de Bellas Artes están algo locas y las huérfanas tienen multitud de traumas de la infancia así que trátalas con cariño y condescendencia.

Me meo en la condescendencia…

Y esta es otra etiqueta que me auto-impongo y que la sociedad todavía no ha descubierto (creo): la de “mala persona”.

De verdad: me levanto casi todos los días con unas irrefrenables ganas de mandarlo todo a la mierda, quemarlo, cambiar de lugar de residencia y empezar de nuevo. Pero sé por experiencia que no valdría de nada: se cometerían los mismos errores a pesar de que el deseo máximo fuese no volver a consumarlos. Así que me quedo en la ciudad, me levanto de la cama y me aseo, desayuno un café muy cargado sin azúcar (uno de los pocos recuerdos que guardo de mi madre) e intento ser cada día mejor persona; a lo peor es por algún tipo de trauma…

Eso de estar hasta las narices nos pasa a muchos, aunque lo de quemar la casa es mas inhabitual. En mi caso fue por accidente.

Pero la etiqueta que (secretamente) ha definido mi historia es la de “Invulnerable”, pues, si me paro a pensarlo sólo un instante, ha sido tal capacidad… (no sé bien todavía como llamar a esta… habilidad) la que ha marcado mi evolución como persona mucho más que cualquier otra cosa que me haya sucedido en la vida; incluso más que la muerte de mis padres y mi hermano.

No os llaméis a engaño casi antes de empezar: mis músculos son blandos, no de acero. No tengo una fuerza sobrehumana ni puedo volar ni lanzar rayos por el culo; estoy atlética (otra etiqueta que marca el desarrollo y la experiencia social con el resto de la gente) aunque últimamente sólo corro un par de kilómetros diarios además de acudir dos días a la semana al gimnasio, y, como digo, mis músculos no son más que eso: músculos recubiertos de piel. Se deforman si les aplico cierta presión, puedo entrenarlos para que aumenten de tamaño y puedo doblar mis miembros como cualquiera de vosotros… solo que no se rompen. Por otro lado, aunque os pueda parecer extraño dada mi condición, puedo cortarme el pelo, por ejemplo.

Después de años estudiando con pocas o ninguna guía y teorizando en ocasiones de manera algo absurda, he llegado a varias conclusiones que en todo caso no están probadas todavía; creo que incluso son menos que hipótesis. Una de ellas (que sin explicar la extraordinaria resistencia de mi cuerpo sí acota en cierto modo el campo de investigación) hace referencia a la ausencia de invulnerabilidad en las células muertas. A priori es lo único (que se me ha ocurrido) que podría justificar que pueda cortarme el pelo y las uñas. Además la capa córnea de mi epidermis está muerta, como la de todo el mundo.

Aún así no me he cortado el cabello en todos estos años; es como si… como si el hecho de poseer a mi lado una cierta parte de mi cuerpo que no es indestructible y que puedo “matar” cuando desee, me mantuviese los pies en la tierra y la cabeza donde tiene que estar. De hecho, no recuerdo la última vez que fui a una peluquería (aunque esté ahí, en algún lugar de la memoria) y ni siquiera el día que decidí no volver a cortarme el pelo. De todas formas conservo fotos que demuestran que con trece años tenía media melena que lograba recoger en una pequeña coleta soportada en la nuca con la ayuda de una goma de color rosa eléctrico. ¿Cuándo no quise cortarme el pelo?... A veces me paso días intentando traer de vuelta ese recuerdo…

Seguramente estéis pensando “¿Cómo coño no va a recordar eso? Yo me acordaría de algo así; ¡La última vez que fui a la peluquería! ¡Cuando me juré a mí misma no volver jamás!”. Ya; pero es que en mi vida han sucedido cosas muchísimo más importantes; os lo aseguro.

Y si: tengo el pelo larguísimo.

Lo que sí recuerdo vivamente fue la primera vez que comencé a atisbar que algo no andaba del todo bien: en el patio del colegio nos juntábamos todos los alumnos de secundaria menos bachillerato, y en cierto modo era como una cárcel. No me entendáis mal: ni nos golpeaban ni nos soltaban a los perros ni nos encerraban bajo el sol en casetas de metal para que nos friésemos de calor. Simplemente había pesados balones de cuero que podían golpearte en cualquier momento y lugar, niños que podían arrollarte mientras corrían y se perseguían frenéticos jugando a algún tipo de juego que todavía hoy no acierto a comprender, niñas con gomas que se soltaban accidentalmente de sus manos cada dos por tres y que a saber a quien atizaban y sobre todo obras continuas de remodelación de la estructura del colegio que podían provocar más de un accidente. No entiendo cómo no había más de los que había.

Pero cierto día como tantos otros las fuertes corrientes de aire cerraron de golpe la pesada puerta principal de acceso al patio, y mi mano, en aquel momento, descansaba tranquila y confiada en el vano de la puerta como tan tranquila estaba hablando seguramente con mi amiga Iris. ¿Podéis imaginar el dolor? ¿Los gritos de sufrimiento? ¿Podéis imaginar el sonido de las falanges destrozadas tras el violentísimo impacto? ¿La hinchazón inmediata y de colores cambiantes que llegan a transformar la mano en algo que vagamente y sólo vagamente puede llegar a recordar a lo que en un tiempo fue una mano? ¿Podéis? ¡¿Podéis?!



Yo no pude. No sentí prácticamente nada.