lunes, 25 de enero de 2010

::CAPÍTULO 2 - PARTE 4::



Al día siguiente la lluvia había convertido la ciudad en un gran atasco. Llovía como casi no se recordaba, y lo hacía con tanta fuerza que más de una alcantarilla había dicho ya basta y no admitía más agua en su local. El transporte público se colapsaba por momentos, los vehículos particulares apenas avanzaban y sólo las bicicletas podían presumir de no llegar demasiado tarde a sus citas.

A Valentín no le gustaba demasiado conducir, ni andar en bicicleta, ni coger un taxi ni usar paraguas, por lo que con la única ayuda de un abrigo largo algo pasado de moda con el que acabaría calado hasta la médula decidió dirigirse sin más tardanza al cementerio. Y mientras caminaba, oculto entre los paraguas de los viandantes y camuflado entre los cientos de abrigos oscuros y la luz vespertina, no podía dejar de pensar en lo que Iris le había contado el día anterior.

Sasia estaría en la ciudad una semana; no sabía nada sobre la muerte de Sara y al parecer aquel año sería el último para las reuniones en el cementerio: Sasia desaparecería por fin también de sus vidas.

Cinco años dan para mucho, y a pesar del cariño que sentía por Sara se alegraba de poner punto y final a aquella parte de su historia; y más se alegraba por Iris: por fin podrían dedicarse el uno al otro por completo; sin fantasmas; sin recuerdos. Sin Sara. Esperaba que el carácter de su amor cambiase un poco; sin prisas; que volviese a ser un poquito más como antes. Lo sucedido había sido todo un golpe; para todos; y para las esperanzas que ambos tenían depositadas en ella.

A veces se descubría fantaseando en el trabajo: era invulnerable y podía utilizar su… habilidad (así la llamaba Sara) para hacer de la ciudad un lugar mejor. Dejaría que los rumores se extendiesen por la ciudad, por todos y cada uno de sus rincones: un poli indestructible. Y entonces sonreía; sonreía por lo absurdo de la situación. No se veía siendo invulnerable, pues en realidad ya no sería él mismo; sería otro; y tal vez ese otro se dejaría llevar por caminos no del todo honestos. Es decir; si fuese invulnerable desde los trece años, como Sara, no habría crecido hasta convertirse en el Valentín que era; se habría enfrentado a la vida desde otra perspectiva.

Sin embargo había que reconocer que todo aquello era de locos. Si no lo hubiese visto con sus propios ojos en más de una ocasión habría jurado que la existencia de Sara había sido tan solo una parte de un sueño del todo imposible. ¿Invulnerable? ¿En serio?

En todo caso la vida habría de continuar; con o sin Sara. Nuevos días, nuevas frustraciones, nuevas alegrías… El mundo seguía su curso. Tenía cierto miedo de estar exagerando, pero consideraba que la decisión de Sasia e Iris de no volver a verse nunca más había sido la mejor de las decisiones que se podrían haber tomado en el día anterior.

Pero a pesar de todo la más obvia de las cuestiones se convertía poco a poco, y más desde la última visita de Sasia, en una sutil obsesión en su cabeza: Cómo diablos había muerto.

Y por Dios; cómo se estaba empapando.

Decidió acortar por un par de calles menos transitadas que había patrullado años antes. No eran las mejores zonas del barrio en el que estaba, pero confiaba en no tener que asustar con su placa a un par de jóvenes imbéciles rompiendo contenedores de basura o meando en alguna oscura esquina. La verdad es que tenía ganas de coger un café de camino, llegar lo antes posible y quedarse un buen rato sentado frente a la lápida de su amiga. Le daba igual mojarse más, porque era imposible. Se sentaría en el banco de piedra hasta que el frío comenzase a entumecer sus músculos y entonces se retiraría, en principio, para siempre.

Hasta donde sabía, los límites de la invulnerabilidad de Sara eran completamente desconocidos. Él mismo había sido testigo en más de una ocasión de la puesta en práctica de la “habilidad”, y también más de una vez, mientras descansaba en el sofá de su piso años atrás, con un café caliente entre las manos, una película de artes marciales en la televisión y algunos informes policiales que todavía necesitaban un último vistazo antes de ser entregados, comenzaba a discurrir con el objetivo de acertar qué grado de intensidad sería necesario para dañar el cuerpo de Sara. ¿Una bomba nuclear? ¿La bomba del Zar? No se le ocurría nada más devastador.

En su momento incluso había hablado en innumerables ocasiones con la propia Sara sobre sus límites. ¿Podía ahogarse? ¿Necesitaba respirar?

Ella le contaba lo que había experimentado y seguía experimentando por tal camino, y sin embargo ni Sara se veía capaz de destacar una situación en concreto a la hora de hablar de sus límites; se dedicaba sencillamente a repasar las medidas que le parecían más desproporcionadas. Sara decía que llegado cierto momento no sabes qué hará más daño: si un tren arrollándote o una caída desde veinte pisos. Que pierdes la perspectiva; que no sabrías asegurar con relativa certeza si la explosión de una bomba lapa aferrada a tu pecho sería más dantesco que verse sepultada bajo innumerables toneladas de escombros.

Pero a Valentín le seguían surgiendo preguntas; más y más.

Sin ser apenas consciente del tiempo que llevaba caminando bajo la lluvia comprobó que había llegado a las puertas del camposanto, por lo que tras una breve visual para orientarse en el vasto espacio dirigió sus pasos hacia el lugar en el que (creía recordar) estaba la tumba de Sara.

Por supuesto no era el lugar más de moda en la ciudad. Tras mirar con dificultad a su alrededor, mientras volvía a subir el cuello del abrigo descubrió para su sorpresa más gente de la que en principio se esperaría bajo aquella lluvia torrencial: a lo lejos se estaba celebrando un pequeño funeral de no más de diez personas con sus paraguas, intentando resguardarse del frío y de la lluvia. El único que se mantenía impasible al tanto que rezaba sus salmos era el cura que presidía la ceremonia. En otra parte un joven y dos ancianos estaban frente a una lápida dejando algunas flores y retirando otras rancias y marchitas. Más allá alguien fumaba un pitillo bajo la escasa protección que brindaba uno de los viejos árboles.

Si aquello fuese un centro comercial juraría que aquel individuo estaba esperando para sisar alguna que otra cartera. ¿En un cementerio? A saber.

Para cuando encontró la lápida y el banco de piedra sus pensamientos volvían a retroceder varios años; retrocedieron hasta el momento en que Sara le salvó la vida por segunda vez; al momento en que entre los dos llegaron al acuerdo tácito de ayudar siempre que se necesitase de su ayuda; al momento en que con el apoyo de Sara logró el tan ansiado ascenso. Recordar aquellos momentos que habían compartido, todos ellos, tanto los buenos como los malos, era la manera que creía más adecuada para presentarle sus respetos.

Y así, sumido en los recuerdos, rodeado por el continuo ruido de la lluvia, acariciado por el fuerte viento y con la mirada clavada en la fría lápida de piedra grabada de la tumba de Sara, no se dio cuenta de que alguien estaba en aquel momento justo detrás de él.

-¿Es usted Valentín? – Sonó a sus espaldas. La pregunta, casi gritada para sobreponerse al continuo ruido provocado por la lluvia, le cogió completamente por sorpresa.
-¿Quién lo pregunta? – Respondió algo tenso mientras dejaba el banco. Era el tipo del árbol; el del pitillo; el que entraría a robar en cualquier tienda en cuanto tuviese la más mínima oportunidad. Largas líneas negras tatuadas asomaban desde lo que se veía del cuello hasta la mejilla; no tendría más de treinta años y su ropa estaba completamente empapada; incluso más que la suya propia; a saber cuanto tiempo llevaba esperando bajo aquel árbol.
-Yo… no soy… - Titubeó al responder. No parecía querer dar demasiados datos personales. – Me han dicho que usted vendría. – Dijo mientras tendía una bolsa de plástico completamente empapada. – Que le diera esto.

Valentín recogió la bolsa con ciertas dudas.

-Puede ver que no he abierto nada. – Continuó gritando el extraño mientras comenzaba a retirarse. – Ni el sobre ni la caja.

Valentín abrió la bolsa y sacó un grueso sobre acolchado y una pequeña caja de metal. Tanto el sobre como la caja estaban cerrados con un pequeño precinto que parecía en perfecto estado. Cuando levantó la vista el individuo estaba caminando a toda prisa alejándose bajo la lluvia.

Valentín intentó escrutar con la mirada todo el cementerio mientras resguardaba la bolsa bajo el calado abrigo, pero estaba sólo. El funeral había acabado sin dejar rastro de los presentes y tampoco encontraba al joven con los dos ancianos. Sería mejor que alcanzase al que le había dado la bolsa y le hiciese un par de preguntas antes de que se quedase con la bolsa y un palmo de narices.

Pero justo cuando se disponía a seguir al individuo otra figura salía a lo lejos de la protección que le daba un árbol. A aquella distancia, lloviendo, con la oscura noche y la poca iluminación del cementerio, lo único que pudo discernir fue cómo una figura dentro de una larga gabardina oscura saltaba ágilmente el muro y desaparecía fuera del cementerio y de su vista.

Alguien se había quedado a comprobar si Valentín recibía un importante sobre y una imprescindible y pequeña caja de metal. El asunto era quién y por qué, y ya era tarde para interrogar al tipo del árbol.


jueves, 14 de enero de 2010

::CAPÍTULO 2 - PARTE 3::



Los tres sabían que a Sara le resultaban sumamente importantes las opiniones de los que se encontraban en su ambiente cercano; los valores morales, la determinación, las preocupaciones y las conclusiones de aquellos a los que quería y estimaba con todas sus fuerzas.

Aquello no tenía que ser necesariamente un defecto si las opiniones y recursos morales de las influencias recibidas se mostrasen equilibradas y tendiesen a compensarse, obligando de tal manera al espíritu crítico de Sara a calibrar las opciones adoptadas y reaccionar en consecuencia; más de una vez una duda, una consulta o una indecisión en concreto obtenía una respuesta con carácter de verdad absoluta cuando los tres estaban de acuerdo en cual debía ser la tarea a cumplir. Pero siendo así… ¿Acaso no era de esperar una respuesta como la que acabó por sobrevenir? ¿No era lógico pensar que Sara estaría mejor sin ellos que con ellos? No eran las opiniones individuales lo que la volvían loca; era el grupo; lo que sentenciaban por separado y la fuerza y la pasión con la que lo hacían.

Debería haber previsto su reacción; y de hecho la había previsto. Pero no tan pronto. Su marcha tenía que suceder casi un año más tarde; entonces estaría preparada. Si hubiese ocurrido del modo… planeado… tal vez… ya no la humanidad, pero sí alguna ciudad podría contar con un restablecedor del orden y la justicia hasta el fin de los días cuya vida no fuese una continua sucesión de tormentos como los que había vivido la pobre Sara.

Justicia. Es un concepto hoy en día demasiado subjetivo. Todos diferenciamos sin demasiados problemas el bien del mal, pero en algún momento de esa diferenciación aparecen nuestros propios intereses y el camino teórico de la justicia tiende a difuminarse. Pero es posible traer de vuelta el concepto; no es tan descabellado pensar o imaginar una sociedad que trabaje por el bien común; en todos los sentidos.

Ideas de loco; de soñador. Más si era sincero consigo mismo no lo creía del todo imposible, y le había concedido innumerables horas a tal pensamiento. Había concluido hace años que eran simplemente las ideas de alguien que podía y quería arrimar el hombro en la complicada misión de mejorar el mundo. No todo el mundo, claro, pero al menos sí algún lugar concreto del mundo.

Las posibilidades eran inmensas y la habilidad de Sara, correctamente dirigida, era sin duda la clave para muchas de las soluciones necesarias en la sociedad. Durante considerables noches había fantaseado con ser él mismo el portador de tal don, pero casi prefería que no hubiese sido así: se conocía demasiado como para pensar que podría no caer en la tentación de imponer su propia justicia, olvidando al poco los nobles objetivos de su primigenia y honorable idea. Lo fastidiaría todo. Pero siendo Sara la portadora él se sentía a salvo: podría enseñarle todo lo que él sabía; podría guiarla como ya antes había hecho en el camino adecuado para que ella misma fuese crítica con la sociedad y sus con sus cánceres; crítica incluso con lo que él le enseñaría. Cuando miraba el rostro de Sara estaba convencido de que ella sería la posibilidad de la humanidad; aunque él la abandonase en algún momento; pues en algún momento tendría que hacerlo.

Si él fuese invulnerable…

La simple imagen que su mente proyectaba hacía que le temblasen las rodillas. Enseguida apartó de su cabeza aquellos pensamientos; lo dejaría para más tarde, cuando hubiese de enfrentarse con la verdadera posibilidad.

-En realidad ninguno de nosotros tiene la culpa de su muerte. - Dijo resolutivo. - Sólo somos culpables de que decidiese marcharse. De eso sí.

Iris continuaba con la mirada clavada en el suelo; sus ojos rezumaban pequeñas lágrimas que resbalaban por sus mejillas hasta llegar al cuello de su camisa. Mantenía las manos entrelazadas sobre los muslos, la espalda recta y el cuello inclinado hacia delante.

-Iris; yo…

Pero no sabía qué decir que no hubiese dicho ya al respecto. Al final se había decidido a echarle en cara lo que todavía dudaba que fuese realmente necesario contar. Podría haber mentido; o en todo caso podría haberse callado. Pero tal vez entonces Iris nunca superaría la muerte de la persona más importante en su vida, y tal como estaban las cosas era mejor que lo aceptase de inmediato.

Aferró con fuerza los objetos que descansaban en los bolsillos de su raída gabardina.

Ensimismado en sus propios pensamientos, Sasia apenas se percató de que Iris se había levantado y se alejaba ya del banco en el que se habían estado sentando desde hacía cinco años para presentarle sus respetos a Sara.

-Iris. – Sasia se levantó. – Tengo algo que Sara querría que tuvieses...

Aquellas palabras provocaron que Iris se quedase completamente quieta. Lenta y casi imperceptiblemente giró el cuello para escuchar mejor mientras enjugaba las lágrimas de su rostro.

-Desde que se fue… - Continuó Sasia. – estuvo en muchos lugares. Viajó casi dos años visitando países y aprendiendo de ellos lo que tenían a bien en mostrarle. Pero después de cada viaje volvía a la ciudad; sólo un día. Volvía para verme y contarme lo que había visto. Y preguntaba por vosotros.
-Por qué. – En las palabras de Iris no se percibía el mínimo atisbo de pregunta.
-Siempre… siempre se mantuvo en contacto conmigo. Le aconsejé que no se pusiese en contacto con vosotros; así sería más fácil… más fácil para todos.

De su viejo abrigo sacó un grueso sobre acolchado y una pequeña caja de metal; con gesto cansado acortó la distancia que les separaba y se los tendió a Iris.

-Viejohijodeputa… - susurró sin coger lo que le ofrecía. En su lugar apretó ambos puños y asestó un puñetazo sorprendentemente fuerte en pleno rostro de Sasia, de cuya nariz comenzó a brotar un pequeño hilillo de sangre justo al caer al suelo. Tras levantarse de nuevo con dificultad y recomponerse, con la nariz todavía sangrante volvió a ofrecerle a Iris el sobre y la caja.

-Llévatelo; a casa. Léelo con calma. Y cuando termines deberás abrir la caja; no antes, por favor. Yo estaré en la ciudad una semana; donde siempre; por si me necesitas. Y después me iré; lejos. No volveréis a verme jamás, y dudo que me echéis de menos.

Sasia lo había dicho casi de carrerilla; como si lo tuviese memorizado desde meses atrás pero hubiese omitido ciertas partes justo en el último momento. En cuanto Iris recogió los objetos entre sus manos, los pasos de Sasia comenzaron a llevarlo fuera del camposanto, entre las hojas movidas por el viento y el leve ulular de los árboles.

Sin más, se fue.

-Viejohijodeputa… - volvió a susurrar mientras las lágrimas brotaban esta vez sin control.

Se sentía tan… tan traicionada, tan vejada, tan humillada… Sasia había estado viendo a Sara durante los dos últimos años de su vida; habría hablado con ella; habría paseado; habría discutido; la habría aconsejado; habría sabido cuales eran sus preocupaciones y temores, sus deseos y sus esperanzas. Y en todo ese tiempo no había recibido noticias de ella. Un simple “estoy bien” habría valido; una carta, una nota, un mensaje… cualquier detalle por pequeño que fuese habría sido una tabla de salvación para ella. Pero prefirió seguir el consejo de Sasia.

Dejó caer el sobre y tiró la caja con aires cansados; se volvió y dirigió sus pasos hacia la salida del cementerio. Ya no quería saber nada. Absolutamente nada. Por primera vez en cinco años Sara comenzaba a estar completamente muerta para ella.


martes, 12 de enero de 2010

::CAPÍTULO 2 - PARTE 2::


-Me alegro de verte; aún dadas las circunstancias.
-Y yo estoy sorprendida.

Ambos continuaron camino lentamente a lo largo del cementerio, dirigiendo sus vagos pasos hacia la lápida bajo la cual descansaba para siempre el cuerpo de Sara; los restos de la querida y atormentada Sara que tanto añoraban.

Aquella reunión… y la sensación vacua y fría que provocaba en su interior al comprobarse de nuevo al lado del causante de los males de Sara era cada año más insoportable. Y de nuevo Iris, como siempre, prometió que aquel sería el último. ¿De qué servía intentar buscar respuestas a preguntas que nadie parecía entender? ¿Cómo llegar a comprender que alguien como Sara estaba muerta, fuera de sus vidas, para siempre?

Notó la mano del anciano posada con ternura sobre su hombro; y con un leve gesto la apartó.

La mañana continuaba igual de fresca y una ligera brisa comenzaba a levantarse, pero Iris sólo sentía desazón por no haber estado preparada para el encuentro. Sasia la había abordado esta vez justo en la entrada de los terrenos de la Iglesia, a diferencia de otros años, y la había cogido totalmente por sorpresa. Todavía tardó un par de minutos en recomponer su mente y regresar a la realidad del presente, de un presente sin Sara y con Sasia.

Sin Sara…

De repente notó cómo las lágrimas comenzaban tímidamente a brotar de entre sus párpados semiabiertos. En pocos segundos no podría mantenerse en pié y poco más tarde perdería la poca calma que todavía era capaz de mostrar. Tenía que serenarse; mantenerse firme.

Tras años sin saber nada de ella, un día como otro cualquiera Sasia llamó por teléfono. Su voz sonaba apurada y entrecortada, y apenas unas palabras salieron de entre los labios de viejo vagabundo: “Está muerta, Iris; Sara está muerta”

-Te sorprende que siga vivo. – Consideró Sasia. – Pero no debería extrañarte. Debería haber muerto hace muchos años, cierto; debería haber muerto casi antes de haberos conocido. Pero entonces me encontré con ella y…
-Sasia; por favor. – Cortó Iris tristemente cansada. - No me importa por qué crees que sigues vivo ni cuando creas que vas a morir.
-Por supuesto. - Sasia miró apesadumbrado hacia sus vacilantes pasos. – Has venido a lo que has venido.
-Exacto: a presentar mis respetos a la persona que más quise en este mundo y a escuchar lo que tengas que contarme sobre ella.
-¿Lo sabe Valentín? – Añadió. - Que Sara sigue siendo más importante.

Iris frenó en seco sus pasos y lanzó una aviesa mirada hacia la torva sonrisa de Sasia.

-Lo único que aquí importa es lo que tú sabes.

Sasia seguía siendo toda una incógnita para ambos; tras tanto tiempo con ellos, desde la desaparición de Sara pareció perder interés en todo lo que no fuese única y exclusivamente la propia Sara, por lo que su relación con Iris y Valentín fue perdiendo tanto familiaridad como cercanía. Poco a poco dejaron de verse tanto como antes; poco a poco dejaron incluso de llamarse; y al año apenas había contacto alguno. De hecho no estaba ni siquiera segura de que Sasia hubiese pasado aquel tiempo en la misma ciudad que ella.

Por supuesto la cercanía de Valentín fue un punto clave no sólo para intentar superar de la mejor forma posible la desaparición de su eterno amor, sino también para pasar página en todo lo relacionado con ella; y eso incluía de manera poderosa al anciano que simulaba una cojera que estaba casi segura no tenía. Desde sus contactos y amistades, Valentín intentó infructuosamente descubrir algo, lo que fuese, del pasado de Sasia: quién era en realidad, dónde había nacido, dónde y con quién se había criado, quienes eran sus padres, si tenía hermanos o no, si tenía algún familiar por lejano que fuese… movió más hilos e intentó conocer los datos más aparentemente irrelevantes de su vida: si tenía cuenta corriente, seguro médico, propiedades, rentas, deudas… incluso llegó a conseguir poner un par de hombres en las calles durante un par de meses con el único objetivo de preguntar por la ciudad y alrededores sobre el viejo: qué lugares frecuentaba, dónde comía, dónde cenaba, quien era el dueño de la pensión en la que dormía, a quién visitaba, con quién hablaba…

Tras la búsqueda se encontraron en la misma situación que al principio: no sabían nada realmente trascendente sobre Sasia; nada… revelador. Era un ciudadano más, como cualquier otro, con un par de multas de hace décadas y una vida bastante nómada.

-Será mejor que te sientes.

Las palabras de Sasia casi resbalaron desde sus labios e Iris apenas tuvo tiempo para pensar; se sentó al poco en el banco de piedra desde el cual podía apreciarse a escasos metros la tumba de Sara.

Sin embargo, si algo sabía de Sasia era su patente consideración como un analítico animal de costumbres; no solía dejar nada al azar, no solía cambiar lo previamente planeado y sobre todo no solía acalorarse o dejar que los nervios revelasen su verdadero estado de ánimo.

Lo poco que Iris podía leer en su rostro, aún siendo prácticamente insondable, no era precisamente calma o sosiego.

Y entonces se dio cuenta; se dio cuenta de que no la había esperado sentado en el banco sino que había incluso salido del cementerio para encontrarse en su camino y recorrer juntos la distancia que les separaba de su objetivo por aquel día. Y para ello tenía que existir una razón.

Sasia sabía algo; y ojalá fuese la causa de la muerte de Sara. Comenzaba a cobrar sentido intentar buscar respuestas a preguntas que nadie parecía entender; empezaba a esperar comprender que alguien como Sara estuviese muerta, fuera de sus vidas, para siempre. Iris había sufrido muchísimo la pérdida, y aún a pesar del inmenso dolor que había experimentado y el que podría llegar a soportar, quería… deseaba… necesitaba saber qué había sucedido, quien lo había hecho y sobre todo de qué modo le había sido arrebatada la vida a su eterna y amada Sara. No podía evitar desear conocer el destino que había vivido su amor por mucho que volviese a arriesgarse a sufrir lo indecible.

-Sasia. – Comenzó a decir Iris mientras masajeaba lentamente las sienes. – Como ya supones Valentín no vendrá; y esta vez no pondremos ningún tipo de excusa estúpida.
-No le culpo; me odia. – escupió. – Pero han pasado ya cinco años desde la muerte de Sara, y esté presente Valentín o no, hay ciertas cosas que no deben permanecer encerradas; al menos no durante más tiempo.

Mientras hablaba no dejaba de mirar la lápida. Sus manos se movían nerviosas a ambos lados del cuerpo, en los bolsillos, como jugando con algo. Sus pies, distraídos, cambiaban el peso del cuerpo de un lado a otro. Así que al final aquel viejo vagabundo sabía algo. La espera se haría interminable, pero siempre era mejor no precipitar la situación si se quería acabar escuchando lo que Sasia tenía que contar.

Iris se conformó con apretar los puños, también en los bolsillos, y esperar pacientemente que continuase.

-Ella te quería mucho; muchísimo. – prosiguió. - Tanto que incluso dudo que sepas realmente cuanto. Lo habría dado todo por ti, a pesar de que su cuerpo no era capaz de sentir todo lo que podías ofrecerle y a pesar de que eras tú misma la que de manera más cruel la hacía sentir diferente y apartada. – Sus ojos se desviaron brevemente buscando los de Iris, tal vez para comprobar qué reacción podía esperar de ella tras aquellas duras palabras. – Si tanto la querías… ¿Por qué día tras día la instabas a compartir su don con los demás? ¿Por qué la presionabais tanto?
-¿Pero cómo te atrev...
-¡Me atrevo! – cortó de inmediato. - ¡Claro que me atrevo! ¿Por qué crees que opté por equilibrar la balanza? ¿Por qué crees que me veía obligado día tras día a recordarle que su habilidad era sólo suya? ¿Sabes acaso cuanto llegué a sufrir con ello? ¡Su voluntad era ya lo suficientemente pura como para llegar a las mismas conclusiones que vosotros de manera más pausada dada su enorme responsabilidad! ¿Acaso no puedes llegar a imaginar el peso que soportaba sobre sus hombros? La teníais sometida a demasiada presión… Valentín con su moral social extrema; tú con la obsesión del por qué y del cómo… - de repente bajó sensiblemente el tono de sus palabras. - Y encima se os ocurre la brillante idea de regalarle una suerte de disfraz de payaso… - terminó por murmurar.
-¡Sólo era una broma! – Tartamudeó. Iris no salía de su asombro y apenas podía pronunciar palabra. – para… para quitarle hierro al asunto; para hacerla reir… para que lo viese todo como…
-Valiente estupidez. – Volvió a cortar.
-¡Pero bueno! – Iris no pudo evitar levantarse del banco y dirigir una amenazadora mirada hacia Sasia. - ¿Has venido hasta aquí para culparme de la muerte de Sara? ¿Pero qué derecho crees que tienes…
-Mírame a los ojos y dime que no tengo razón. - Sasia se había levantado hasta situarse frente a Iris y la agarró con fuerza por los brazos. – Dímelo; dime que no pudiste haber hecho algo más por ella; por su situación. Dime que no pudiste haberla hecho un poco más feliz limitándote a quererla sin juzgarla.

Aquellas palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre la desconcertada y enmudecida Iris.

-Lo siento, pero tenía que decírtelo.

Sasia volvió a sentarse en el banco con la intención de dar a Iris el suficiente tiempo para pensar y asimilar lo que acababa de escuchar. Sabía que habían sido muy duras palabras pero consideraba que dadas las circunstancias su reacción no había podido ser más comedida, pues en realidad, a sus ojos, habían sido Iris y Valentín los detonadores de una situación que se había esforzado enormemente en equilibrar.

Aunque, en realidad, también él había fracasado, pues no había sido capaz de restaurar el ánimo de la pobre y dulce Sara.