domingo, 14 de febrero de 2010

::CAPÍTULO 2 - PARTE 5::



Iris perdió los nervios y discutió largamente con Valentín cuando vio el sobre entre sus manos. Valentín le echó en cara haberle mentido de aquella manera tan estúpida y cobarde. Iris le reprochó que no hubiese hecho lo suficiente por Sara cuando estaba viva mientras que desde su muerte se prodigaba en recuerdos llenos de amistad y respeto. Valentín puso el grito en el cielo recordando lo mucho que le había afectado la muerte de Sara. Iris tachó de nuevo a Valentín de oportunista y receloso. Valentín le corrigió rememorando exasperadamente lo mucho que se habían amado desde que estaban juntos gracias a la marcha de Sara. Iris gritó enfurecida que su vida era sólo suya y que podía hacer lo que le pareciese. Valentín le recordó airado que eran ambos y no sólo ella los que vivían un matrimonio en común.

Iris le dijo que se fuese; inmediatamente y para siempre.

Tres días después Sasia paseaba lentamente y sin cojear a través de la avenida más céntrica de la ciudad, ausente, culpándose en gran medida de lo sucedido en los últimos nueve años. En aquellos mismos instantes Iris lloraba acurrucada en cama desechando la idea de volver a ver a Valentín, intentando aceptar de una vez por todas la muerte de Sara y esforzándose por pasar página en todos los sentidos. Mientras tanto Valentín perdía el norte y canalizaba su frustración en el interrogatorio de un don nadie que horas más tarde reposaría inconsciente en la habitación de un hospital.

Por fin todo se estaba yendo a la mierda; de cabeza.

Para Sasia el valor de las cosas siempre había sido un concepto demasiado subjetivo como para que pudiera ser cuantificado en modo alguno; en ciertas ocasiones, incluso en más de las que él mismo pudiera pensar, también concedía más importancia a los pequeños detalles, objetos o cariños que le transportaban de vuelta a los momentos importantes de su pasado, y nunca, nunca, salvo en etapas de enorme dificultad, pensaría en deshacerse de aquellas pequeñas cosas. Por supuesto siempre había sabido que existen tantas valoraciones como personas hay en el mundo. Y también que muchas veces esos objetos no son tal; sólo son momentos almacenados en la memoria a los que se les suele dar cada día más importancia, llegando peligrosamente incluso a caer en la tentación inconsciente de idealizarlos y exagerarlos, alejándolos cada vez más de la realidad. A veces sí eran pequeños objetos los que le hacían tener presentes dichos momentos: una fotografía, una nota, un colgante, un sobre acolchado o una caja de metal.

A la mañana siguiente Iris dejó el trabajo con la intención de no volver nunca y pensando seriamente cambiar de ciudad. Tras una conversación de varias horas con el director de la sucursal, y tras haberle pasado éste al jefe de zona, se llegó al mutuo acuerdo de una excedencia de un año. Durante ese tiempo Iris podría poner en orden sus prioridades o arreglar sus problemas personales sin cerrar ninguna puerta de manera definitiva; que se tomase las cosas con calma y aprovechase para descansar lo máximo posible. Cordial y comprensivo director. Al colgar el teléfono, con los ojos todavía rojos e hinchados de llorar toda la noche, Iris pensó que quizá fuese mejor así. Se iría durante un tiempo; pero regresaría. Y si cuando regresase no pudiese mirar siquiera las paredes que en aquel momento la encerraban volvería a irse; y esa vez para siempre.

Allí, sentada a los pies de la cama, con el teléfono todavía en sus manos, con la persiana casi cerrada del todo, con las cosas de Valentín todavía entre las suyas, con fotografías de Sara tiradas por el suelo y con su mente completamente invadida de recuerdos suscitados por todo lo que la rodeaba, Iris sólo tenía ganas de acostarse de nuevo y continuar llorando hasta quedarse dormida.

Lo intentó. Pero no podía dormir; ni siquiera podía cerrar los ojos y mucho menos descansar. Únicamente podía seguir torturándose evocando la felicidad de días pasados siendo completamente consciente de que era aquello mismo lo que la estaba destrozando por dentro.

Se levantó de la cama pesadamente y comenzó a vestirse para no salir. Subió vacilante la persiana, entreabrió la ventana para refrescar el cargado ambiente de la habitación, hizo la cama a la francesa y fue resuelta a la cocina para calentar un poco de té, fumar un pitillo y meter en bolsas lo antes posible todo lo que fuese de Valentín. Eso le llevó dos largas horas entre varios cigarrillos, un segundo té y acariciar al meloso señor Vulnus mientras descansaba un poco.

Despejar su mente hacia este tipo de tareas le había resultado más fácil, mucho más fácil de lo que había supuesto en un principio. La clave era encontrar un sistema de organización lo suficientemente complicado y eficiente como para destinar cada objeto para su lugar correspondiente a la hora de ser enterrado; de este modo no tendría apenas tiempo para pensar en nada más que no fuese recoger y olvidar. La mayor parte de las cosas de Sara estaban guardadas desde hacía años en la parte de arriba del mueble de la habitación, por lo que simplemente adjudicó una bolsa a mayores para almacenar todo aquello que seguía haciendo que la efigie de Sara estuviese innecesariamente presente: algunas fotos, dibujos, pequeños cuadros… tazas, libros, lápices…

Las cosas de Valentín fueron guardadas directamente en bolsas de basura hasta que se le acabaron. Sin pensarlo dos veces se puso un abrigo y bajó al ultramarinos de la esquina.

Definitivamente aquello le estaba haciendo más bien que mal, pensaba Iris mientras salía al frío y bullicioso exterior subiendo el cuello del abrigo. A pesar de estar enfrentándose directamente a objetos que en potencia suponían un billete de ida directo al pasado, el hecho de someterlos al encierro suponía un punto y aparte necesario cuando reparadoramente catárquico. Y mientras caminaba deprisa sumida en sus conclusiones, sintiéndose casi libre tras mucho tiempo, sonrió.

Una hora más tarde el piso había casi perdido la huella de la presencia de su marido y mayor error. La de Sara, por desgracia, tardaría un poco más. Mañana llamaría a un pintor… o mejor incluso: compraría pintura y lavaría la cara de su hogar. Le llevaría tiempo pero había aprendido con Sara…

Sin apagar el cigarrillo buscó nerviosa en las páginas amarillas el teléfono de un par de pintores; pero la guía estaba encima de unas revistas; y encima de la guía descansaba un sobre acolchado y una pequeña caja de metal.

Había obviado aquel rincón del salón a la hora de recoger todo lo que no pudiese quedar a la vista; ya fuese de manera inconsciente o sabiendo perfectamente lo que hacía, sus pasos la habían llevado de aquí para allá, de la cocina a la habitación de invitados, del baño al estudio, del salón a la terraza. Por todas partes menos por aquel pequeño rincón.

Iris escrutó a su alrededor buscando al señor Vulnus. Había té recién hecho en la cocina. Cogió el grueso sobre, la caja, la taza y el gato y se sentó en el sofá del salón acariciando al animal, removiendo el líquido, apartando la caja y mirando directamente hacia el sobre que descansaba ya sobre sus rodillas.