domingo, 20 de diciembre de 2009

:.CAPÍTULO 2 - PARTE 1::



-¿Estás bien? ¿Quién era? – Dijo en tono cauto Valentín mientras se quitaba el uniforme. Iris acababa de colgar el teléfono de la mesilla y volvía a dejar caer su cuerpo cansado en la cama al tiempo que se llevaba las manos a la cara con un gesto abatido.

Siendo tal día como aquel, a horas tan tempranas, y a pesar de la obligada pregunta, Valentín sospechaba… conocía perfectamente la respuesta. Había llamado Sasia; como el año pasado y como los cinco anteriores. Como cada vez desde que habían conocido la noticia de la muerte de Sara.

-Era Sasia. – Respondió Iris al fin. – Quiere quedar con nosotros en el cementerio...
-Entonces hoy es el día…
-¿Lo habías olvidado?
-No… - se apresuró a responder. – Simplemente… Ya sabes: todavía me cuesta aceptarlo. Se fue de nuestras vidas hace ocho años, pero todavía… todavía…
-Lo se. – Iris abrió la ropa de la cama invitando a Valentín a entrar. – Todavía crees que aparecerá por la puerta en cualquier momento.
-¿Qué crees que diría?
-¿De lo nuestro? – Respondió Iris. Valentín ya estaba en cama con ella, como cada noche de los últimos treinta y siete meses, y también como siempre la abrazó con infinito amor y cariño. – Siempre me preguntas lo mismo. Creo que siempre supo… que tú y yo podríamos… que nos complementaríamos, de algún modo.
-Yo creo que siempre supo que me gustabas. Y después supo que te quería. Por mucho que intentase quedarme lejos de ti o por mucho que me esforzase en disimular lo que sentía creo que… o bien no supe ocultar mis deseos o…
-Déjalo… - Susurró iris mientras separaba lentamente su cuerpo de su marido. – Diría que siguiésemos con lo nuestro como si ella no estuviese, que es precisamente lo que tenemos que hacer. ¿Vendrás?
-No.

La apresurada y casi entrecortada respuesta de Valentín se repetía año tras año. Culpaba a Sasia de la marcha de Sara y por supuesto de su muerte. Todavía no podía entenderlo: la había visto avanzar impasible ante miríadas de proyectiles que chocaban contra su aparentemente frágil cuerpo; había comprobado cómo la contundente caída desde una altura de más de cuarenta pisos no fracturaba todos los huesos de su evidentemente inquebrantable físico; había presenciado de qué manera su piel no se rasgaba lo más mínimo ante la imponente y violenta fuerza de una barra de acero golpeándola en pleno rostro. ¿Cómo podía haber muerto?

Todavía se sentía incapaz de admitirlo.

-¿Sabe Sasia cómo…
-No. – Cortó Iris al instante. - O al menos eso dice. – Decidió levantarse definitivamente de cama. - Asegura que no tiene ni idea de cómo murió. ¿Vendrás esta vez?
-Sabes que no puedo… - Valentín observó vestirse a Iris mientras se quedaba inerte sobre la cama y terminaba por clavar la vista en el techo. – No se qué haría si volviese a verlo. Iré mañana por la noche.
-Como quieras. Pero el que Sara decidiese marcharse no fue culpa suya, y hasta donde se tampoco su muerte. Sólo fue culpa de la propia Sara.

Incluso sus propias palabras le resultaban extrañas. Ni ella se las creía.

Abrió la ventana de la habitación y el frío de la mañana inundó la estancia moviendo las largas cortinas y despertando sus sentidos.

Todos los años mantenían una conversación similar, y también como todos los años acabarían discutiendo y durmiendo en camas separadas al menos un par de días, hasta que ambos admitiesen que era absurdo discutir; que había cosas que era imposible cambiar; que Sara se había ido para siempre. En cierto modo ninguno de los dos admitía que no prefiriesen el destino que compartían; sospechaban incluso que en parte la desaparición de Sara había sucedido en un momento en que su relación se estaba estancando, el amor de Valentín crecía día tras día y la presión de Sasia disminuía, cada vez más, diluida entre la obsesión de Sara y sus propias indecisiones.

Valentín se levantó de nuevo y la abrazó; acercó su mejilla a la mejilla de Iris y apretó con tanto ardor como suavidad su esbelta figura mientras susurraba a su oído palabras de perdón. Ambos sentían la fría brisa que envolvía sus cuerpos aquella mañana despejada.

No hicieron falta palabras. Iris besó a su esposo con dulzura, terminó de vestirse y salió de casa con la intención de llegar al cementerio no demasiado pronto.

Prefería que Sasia estuviese allí antes de que ella llegase. Eso le daría tiempo para prepararse mentalmente; tiempo para afrontar una conversación con aquel que había supuesto el punto de inflexión en su vida y en la vida de Sara. Si ya estuviese allí Sasia ella no lloraría: se centraría en la conversación y en las palabras que brotarían de sus labios. Intentaría llevar los recuerdos hacia lugares en los que no sufriese demasiado.

Y por otro lado casi prefería que Valentín no la acompañase. A pesar de que el cementerio estaba considerablemente lejos siempre salía con el suficiente tiempo para ir andando, y pensar en compartir ese lapso con Valentín era algo que con seguridad no podría soportar. Sara y ella habían compartido tantas cosas durante tanto tiempo… que se veía en la obligación de reservar aquel largo paseo para recordarla y volver a vivir las memorias de su vida pasada.

Mientras caminaba ausente atravesando el parque volvía a recordar cómo se habían conocido, cómo comenzaron a quererse y cómo desapareció de su vida; cómo descubrieron su habilidad (Sara siempre la llamaba “habilidad”) y cómo se preocupó por el cambio de actitud de Sara; se acordó de cómo habló con Dora y de cómo Sara volvió a ser sólo en parte como antes era; recordó su primer beso y su primera noche de pasión; su primera cena y su primer abrazo. Volvió a vivir el momento en que decidieron pasar juntas el resto de sus vidas y sobre todo recordó los innumerables días de felicidad.

Pero también, como siempre, volvieron los malos momentos; la obsesión de Sara por su invulnerabilidad, la violencia inhibida que explotaba poderosamente en los rincones más oscuros de las calles y de manera completamente injustificada; las palabras de Sasia instando a Sara a permanecer hierática ante la injusticia y la presión de Valentín reclamando su ayuda ante la crueldad inherente al ser humano. Y luego estaba ella: Iris. ¿Habría acabado siendo algún tipo de influencia?

Tras atravesar el parque siempre intentaba despejar su cabeza unos instantes; sorbía un poco del café ya tibio, se detenía al lado de la última higuera y proseguía su camino hacia el camposanto.

El día que Sara decidió marcharse aparecía siempre entre tinieblas, medio difuminado por las lágrimas que habían brotado imparables de sus ojos, medio diluido por el dolor que sintió durante días, semanas, meses, años… y por el dolor que todavía sentía. Por eso no lo recordaba tan bien como habría querido. De hecho le encantaría volver a vivirlo, volver a padecerlo, volver a sufrirlo… Porque significaría que sólo un momento antes Sara había estado en aquel salón; que todavía podría intentar convencer a Sasia de que le dijese dónde encontrarla; incluso significaría que podría despertarse un poco antes por cualquier azar y encontrarla todavía en casa. Podría incluso convencerla de que no se marchase; y tal vez lo conseguiría. Significaría que esta vez lo habría intentado todo; que habría hecho todo lo que no se había atrevido a hacer en el pasado... Significaría que habría suplicado que no se marchase.

Aquel día, el día que Sara se marchó, una parte de Iris se fue con ella; la parte más importante, en realidad, pues nunca había vuelto a sentir por nadie lo mismo que había sentido por ella.

Recordó mientras rodeaba la verja del cementerio cómo se había dado cuenta de que no sólo Sara no estaba en casa aquella mañana, sino de que no regresaría. Recordó cómo tardó en aceptarlo; cómo desayunó sola esperando escuchar el ruido de las llaves de Sara entrando en la cerradura; cómo se levantó, salió de casa y avisó a Valentín; cómo salieron a buscarla; cómo encontraron a Sasia en su pensión de la zona industrial y cómo había fingido sorpresa cuando le dieron la noticia.

-¿Iris? – Escuchar su nombre la había devuelto de manera brusca al presente, y sólo acertó a responder lenta y fríamente con otro nombre.
-Sasia.


viernes, 18 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 10::



No dijo nada ni siquiera cuando salió por la puerta.

Imagino que piensa que ya he tomado una decisión, que ya se qué hacer con mi vida; pero está completamente equivocado. En el gimnasio tengo fama de tenaz; en el edificio tengo fama de borde; en el barrio de problemática, en la cafetería de amable, en la escuela de comprensiva, en el bar de habitual, en la biblioteca de rara, en la facultad de rara, en el mercado de intransigente, ante la ofensa de violenta, frente a la autoridad de recelosa, en la religión de agnóstica, en la política de resentida, en la cama de insensible, en la filosofía de escéptica…

Siendo como soy o como creo considerarme, con todos los problemas, preocupaciones, dudas y prejuicios que ostento… ¿Con qué cara puedo decirle a la gente lo que debe o no debe hacer? ¿Con qué derecho debo inmiscuirme en el natural devenir de los acontecimientos? ¿Con qué base puedo considerarme protectora de los desamparados?

No soy una justiciera, por si lo piensa alguien; ni siquiera… ni siquiera creo ser la figura que cualquier otro quisiera ser.

Alba era una señora muy muy mayor cuando murió. Vivía en el tercero Izquierda y de algún modo sospecho que el señor Vulnus era suyo. En todo caso siempre fue una señorita muy amable y cortés, y cuando se enteraba (quién sabe cómo) de que Iris o Valentín estaban enfermos, insistía en prepararnos un consomé y comidas varias para fortalecer el cuerpo y sanar pronto (palabras textuales). Nuestra relación nunca fue más allá, pero a cambio, cuando la veíamos esforzada subiendo la escasa compra semanal intentábamos echarle una mano; y cuando los demás vecinos le achacaban demencia senil o hablaban mal de ella en nuestra presencia no les quedaban ganas de volver a hacerlo.

Insisto en que nuestra relación con ella nunca fue más allá; y de hecho nunca tuvimos conocimiento de que estuviese tan enferma. Hasta que murió.

En el tercero viven ahora unos jóvenes que están ocupando la casa; desconozco si alguno de ellos era familiar de Alba o si ocuparon la vivienda. A veces hacen asambleas en las que pretenden encontrar el modo de solucionar los problemas del mundo entre buenas ideas y voces subidas de tono. Sasia fue de vez en cuando a alguna de esas reuniones simplemente a escuchar; imagino que en ocasiones tiene cierto interés por comprobar si es posible escuchar algo nuevo y diferente, pero siempre se encuentra con lo mismo.

Sin embargo, aunque Sasia no está de acuerdo con las ideas de estos jóvenes, sí le llamó poderosamente la atención la cantidad de energía que desplazan (que “gastan inútilmente”, según él) hacia proyectos o ideas o intervenciones destinadas a mejorar la sociedad; intervenciones en las que aparecen fundamentalmente las palabras “ayuda” y “compartir”: Consideran con vehemencia que si alguien desarrolla un don o perfecciona un conocimiento debe hacerlo extensible a los demás.

Esta debe ser la premisa que más veces he escuchado desde que tengo cierto conocimiento del mundo que me rodea. Es precisamente esta la opción más “políticamente correcta”, la que todo el mundo proclama; la que se da por hecho que sucede en todas las ocasiones, pero la que muy pocos demandan y consuman desde la verdad y la sinceridad.

Ellos sí lo hacen: se esfuerzan tremendamente en ayudar a la sociedad a recuperar valores en su mayoría perdidos. Por lo que me contó Sasia no tienen mucho que hacer frente al sistema social establecido, pero no pierden la ilusión de cambiar las cosas; aunque sea de manera individual; aunque sea a un nivel ínfimo.

No hace mucho, en la parada del autobús que me deja cerca de casa y que sale desde la zona industrial, asistí finalmente perpleja a una conversación mantenida por dos… adolescentes (no pasaban de los veintipocos) sentados en la parte de atrás. En la charla hacían mención a alguien en particular que había hecho nosequé a nosequién en el centro comercial; una especie de paliza abusiva y sobre todo (aunque no únicamente) de palabra, pero además tocaban muchos y muy reveladores temas relacionados con quien tiene derecho a qué con quién en cuanto a insultar, pegar, vejar, mandar, obligar… desde su propia perspectiva de la vida.

En otras conversaciones de veintimuchos la cosa no cambia demasiado; y con gente de más edad (treinta y pocos) la cosa cambia ligeramente: les gustaría imponer sus gustos, consideraciones, opiniones e ideas a golpe de fuerza; en su mayoría.

Los más adultos se cargarían a tres cuartas partes de la sociedad (sobre todo a los jóvenes), harían una tábula rasa y punto. En general.

Por lo que acabé concluyendo de lo que escuché en aquella ocasión y en muchas más, a los jóvenes les encantaría ser indestructibles, invulnerables, inmunes, y muchos de ellos se lo creen de verdad. Si alguien es maleducado con ellos les gustaría darles una lección y dejar claras las cosas. Me interesan sobre todo aquellos que dejarían con vida a los imbéciles, sobre todo para darles la opción a recapacitar y cambiar.

La verdad es que es tentador.

Mucho.

Valentín dejó hace un mes un par de números de teléfono sobre el mueble de la entrada, y pocos días después fue Iris la que sacó de nuevo el tema: al parecer habían decidido que era preciso que alguien me ayudase a comprender qué sucedía exactamente con mi cuerpo; con mi invulnerabilidad; con mi… tara. Al principio apenas quise sopesar que ambos detalles estuviesen relacionados, pero al parecer tanto Valentín como Iris han llegado a la conclusión de que debo ponerme en manos de alguien que pueda ayudarme a entender.

Una semana después fueron de nuevo ambos, esta vez juntos, quienes insistieron en hacerme ver la acuciante necesidad de confiar mi secreto a alguien más; alguien que pueda atisbar que sucede a nivel microscópico con mi habilidad. Y lo único que han conseguido de momento es hacerme sentir incómoda cada vez que estoy con cualquiera de los dos, bien juntos o por separado; la ansiedad que experimento… el miedo a que el tema salga de nuevo a la palestra hace que siempre que pueda me busque una excusa, la que sea, para estar sola en cualquier otro lugar. Cualquier cosa antes que verme obligada a responder a sus preguntas; a sus inquietudes. Y esta presión hace que me sienta cada vez peor. No entienden que llevo demasiados años enfrentándome a lo desconocido y estoy cansada: prefiero aceptarlo, aún con reservas, y olvidarlo en la medida de lo posible.

Entiendo su preocupación, por supuesto, puesto incluso afirman sin equivocarse que de un tiempo a esta parte mi carácter ha cambiado; y no para mejor. Yo se que no soy feliz, y ellos sólo lo sospechan. Opinan que tal vez si dejo que me ayuden pueda volver a ser la de antes. Lo se. Pero… a sabiendas de la razón que ambos tienen no puedo evitar intentar deshacerme de la molestia que implica enfrentarme al problema.

Dos semanas después eran diarias las discusiones que teníamos, y desde hace ocho días no dormimos juntas. Me duele, claro, pero se que Iris me echa de menos mucho más que yo a ella. Al fin y al cabo nunca he sentido los abrazos que me regalaba al caer la noche ni los besos con los que me obsequiaba al empezar un nuevo día.

Hoy hemos vuelto a discutir, y cuando Iris me insultó no me sentí en absoluto invulnerable; al menos no tanto como para no notar su frustración y mi vergüenza. Sentí dolor.

Falta apenas una hora para que salga el sol y duerme todo lo plácidamente que puede tras nuestra fuerte y última discusión. Al parecer ya no soporta mis constantes dudas, mis titubeos, mis vacilaciones, mi dependencia, al cabo, de lo que puedan pensar los que están cercanos a mí. Si no puedo tomar mis propias decisiones sin que Valentín o Sasia estén presentes acabaré pidiéndoles consejo sobre si mi relación con ella es viable en mi vida; si me sigo moviendo por impulsos sin un camino al menos mínimamente trazado tal vez ella sea simplemente otro impulso más. Que si no soy feliz con mi vida debo cambiarla cueste lo que cueste; aún a pesar de ella.

Que para ser una persona que no sabe nada acerca del dolor soy capaz de dañar a los demás con demasiada facilidad.

No creáis que no respondí; que no le hice ver, como tantas otras veces, que no había lugar para la determinación en mi vida; que si no dejo que aquellos que más quiero me aconsejen no seré capaz de afrontar con mínimas garantías las consecuencias de mis actos; que debo estar totalmente segura de cual ha de ser el paso a tomar porque no existe ninguna guía para asimilar con garantías lo que cargo en vida y debo estar preparada para llegar al límite; al que me enfrente: Porque sea el que sea será posiblemente un paso definitivo sin segunda oportunidad, y eso le cambia el carácter a cualquiera.

Algunas cosas quedarán en el camino y otras podré llevarlas conmigo. Pero todo será distinto; para bien o para mal.

No seré la misma de antes ni seguramente querré serlo.

Intento evitarlo, pero siempre que pienso en todas las personas a las que he matado sólo quiero acurrucarme en alguna esquina. Deseo tanto sentir un abrazo que sólo puedo sollozar desconsolada mientras pienso y me veo incapaz de entender cómo me es posible quitarle la vida a alguien; no entiendo qué ha sucedido para que me convierta en una asesina… en una escoria… en un deshecho extraño.

Bien pensado… cada vez que golpeo a alguien siento como si pudiese dar rienda suelta a la soledad que padezco, al dolor de alma que soporto, a la ira y a la desolación; al pesimismo y al desamparo que me envuelven. Cada vez que eso sucede muere alguien, y cada vez que alguien muere vuelvo a sentirme igual de mal. Nadie, ni la peor de las personas sobre la faz de la tierra, tiene la culpa de lo que me sucede, de lo que soy o de lo que seré. No tienen porqué pagar un precio que no han marcado por crueles que sean ni puedo cambiar por mucho que quiera lo que el ser humano es en realidad: un ser mucho más abyecto y oscuro de lo que yo soy.

A pesar de mis palabras no creo que exista otro camino, pero tampoco quiero que mi vida se convierta en una mala película de acción, amor y venganza. Sólo quiero una vida normal. Como la de todo el mundo.

En parte es por Iris por quien estoy escribiendo esto. Porque hoy tiene que cambiar mi vida y porque la suya también va a cambiar.

A pesar de que Sasia se opuso desde el principio y radicalmente a la participación de mi habilidad en el transcurrir de los acontecimientos que pertenecen a otras personas, tengo que admitir que cada vez aprecio menos apremio y tensión por su parte; menos énfasis en sus palabras, como si ni él mismo creyese lo que dice. Bien puede ser que sea yo misma la que quiera ver lo que creo ver, pero estoy… casi convencida de ello.

Acaba de amanecer.

Lo siento, Iris; lo siento muchísimo; de verdad.

Pero tengo el traje que me regalaste… y no necesito nada más.


miércoles, 16 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 9::



En los últimos años me ha dado por comprar libros y cómics en los que aparezcan personajes invulnerables; que posean una inmunidad física lo más parecida posible a mi invulnerabilidad. Y he encontrado un poco de todo. La mayoría de los personajes poseen más de una habilidad, ninguno se dedica simplemente a “existir” sin intervenir en esta o aquella situación, y nunca (o casi nunca) son representados los inconvenientes cotidianos de sus… poderes. En cuanto a los orígenes, o más bien, en cuanto al momento de su estreno como héroe o villano (no ya cómo consiguieron sus habilidades, sino cómo decidieron tomar partido por un bando u otro) suele suceder una situación límite que los… obliga, en cierto modo, a actuar.

Ninguno es neutral, al menos de entre los que tengo conocimiento. Ninguno se dedica simplemente a convivir de manera ausente con respecto a sus poderes en la sociedad.

Qué debo hacer…

El traje es azul oscuro, casi negro. A ambos lados, en brazos y piernas, tiene… ¿Recordáis la película “Juego con la muerte”? Valentín la ha visto docenas de veces; en ella Bruce Lee lleva un traje amarillo con unas líneas negras que resbalan por los laterales. Es muy parecido, pero en lugar de amarillo es casi negro y las rayas son rojas; y es todavía un poco más ajustado…vaya; creedme. Al parecer lo diseñó Iris con la ayuda de Valentín y lo encargaron a medida; imagino que parte de las caricias a las que me sometió Iris durante los meses previos al cumpleaños fueron (en parte) destinadas a comprobar de la manera más fidedigna posible la medida de mi atlético cuerpo. Unas botas altas y recias del mismo color y unos guantes del mismo estilo se encargan de aportar un poco de seriedad… (me… me parece increíble estar usando esta palabra)… al conjunto. La cabeza queda recubierta enseñando únicamente parte del maxilar inferior, labios y mejillas. El cabello largo habrá de ser tensado y recogido en una coleta que sale por una abertura situada en la parte trasera de la máscara. A mayores, una suerte de abrigo muy largo y con capucha amplia cubre casi todo lo descrito.

Me lo probé casi un año después de que iris me lo regalara. Dos minutos más tarde estaba en la basura, y tras dos horas de indecisión terminó en la lavadora.

Suena a chiste; a chiste malo.

Sasia no quiere ni oír hablar del asunto; hace como que el tema no ha surgido cuando le pregunto su opinión al respecto y mantiene inalterable el tipo de conversación que solemos tener a menudo. Y lo más curioso es que no esperaba menos de él.

A veces me descubro paseando por la calle (por esta o por aquella, no importa) haciendo todo lo que la gente no se atreve a hacer en este barrio. Actuar de este modo me ha enseñado muchas cosas, y una de ellas es que en verdad “perro ladrador poco mordedor”: Si los indeseables ven decisión y autodeterminación en tu mirada serán ellos quienes la aparten. Pero es peligroso hasta cierto punto: es mejor no hacerlos caer en el ridículo delante de sus vasallos, pues buscarán la forma de restaurar su poder. Esto lo he aprendido a fuerza de experimentación, y más de una vez algún jefecillo de tres al cuarto se vio en la tesitura de restituir su mandato y/o imagen y reputación tras una breve reunión improvisada conmigo. Más de una vez y con distintos capullos.

Si alguien insulta gratuitamente a otro en mi presencia; si soy testigo de una falta de respecto y educación flagrante; si veo a indefensos asolados por gilipollas sin sentimientos… me pongo de los nervios; no puedo evitarlo. Y ahí está Sasia, para tranquilizarme y guiar hábilmente mi dura mirada hacia otro lugar.

Cierto día fue Valentín quien me acompañó hasta el gimnasio aprovechando su semana libre; casi siempre que Valentín está conmigo significa que en realidad desearía estar con Iris, pero él más que otros es capaz de resignarse y reservar lo máximo posible sus sentimientos para no interferir en las vidas de los demás; sobre todo si esos demás son sus mejores amigos. Sería la pareja perfecta para Iris, creo; incluso yo, bajo su influencia, me siento mejor persona. Aquel día que vino conmigo hasta la puerta del gimnasio presenciamos antes de llegar una estampa habitual por descortés y humillante: unos adolescentes estaban riéndose de una joven y cortándole el paso simplemente por diversión; valientes cobardes.

Valentín les llamó la atención desde la otra acera simplemente para calcular qué impresión tendrían aquellos chavales ante alguien adulto. Ni caso, como era de esperar: recibió como única respuesta un desagradable (y en verdad gracioso) gesto obsceno que provocó que mis labios exhibieran sutilmente una ligera sonrisa. No me entendáis mal: a pesar de estar molestando a la chica sólo eran unos críos; y me reí del gesto de uno de ellos, no de la situación. El asunto estaba solucionado exactamente un minuto después.

Insisto: no sé por qué no podemos llevarnos todos un poco mejor.

Cuando estaba en cuarto curso de Bellas Artes teníamos un profesor que parecía disfrutar subyugando a los alumnos que no lograban alcanzar los conceptos básicos. E incluso a aquellos que sí los alcanzaban pero no eran capaces de crear algo lo suficientemente serio como para poder salir ya al mercado artístico. “¡Sólo un uno por cien de los que os licenciéis llegaréis a vivir del arte!”, bramaba, “¡Y sólo os licenciáis un setenta y dos por ciento de los que os matriculáis. Yo soy un filtro; uno más; y mi objetivo: decir adiós a los no válidos cueste lo que cueste!”

¿Acaso son las únicas herramientas de un maestro el insulto y la degradación? ¿Cómo tratará a su propio hijo? A su mujer; a su madre. A un desconocido.

Adivinadlo: de manera sorprendentemente cortés, educada y respetuosa. De hecho fue una de las mejores personas que conocí en la universidad. Su actitud era su armadura, y sus palabras la forma de incentivar a sus queridos alumnos. Le costaba horrores mantener ese antifaz frente a los jóvenes aprendices, pero había llegado a una conclusión debido a su experiencia: para él era la mejor manera de inculcar respeto por el arte porque así lo había aprendido.

A través del miedo se consigue habitualmente más que por medio de otros valores o circunstancias; la gente responde a la intimidación por regla general de modo sumiso y afónico. Estas reacciones suponen un crecimiento del poder (y del ego) que posee la persona que intimida a su semejante. Por otra parte, las razones primigenias que llevan al ser humano a utilizar el miedo como herramienta (dejando de lado el hecho de que es una herramienta de control muy efectiva) suelen derivar de determinados traumas infantiles; si se ha crecido con el modo de vida del miedo es muy probable que éste sea el ejemplo a seguir en la vida. Por supuesto no siempre es así, pero la mayoría de las veces amedrentamos a otros porque ha funcionado previamente con nosotros mismos.

En el colegio no soportaba a los abusones; a aquellos chicos y chicas más mayores que habían olvidado demasiado pronto que ellos también habían sido pequeños. Y a pesar de que años más tarde mi vida fue ocupada por otro tipo de preocupaciones últimamente no dejo de darle vueltas al asunto; ya sabéis; lo de siempre: si debo permitirlo o no.

Y entonces me acuerdo de Iván: el matón del recreo. Recuerdo cómo defendí a Iris de sus insultos y empujones; de cómo me puse delante de ella sin decir palabra; de cómo comenzó a tomarla conmigo en uno de los recodos del patio; de cómo me empujó y me levanté; de cómo me volvió a empujar y de cómo me volví a levantar; de cómo me abofeteó y empujó hasta que mi cabeza golpeó la esquina del banco.

De cómo volví a levantarme; de cómo se sorprendió. Pero sobre todo de cómo lloraba de impotencia mientras me pegaba una y otra vez sin poder hacerme daño y de cómo sus amigos comenzaban a reírse de él hasta que apareció uno de los profesores y terminó por separarnos.

No hace mucho Sasia se dejó ver por casa; Iris no estaba en aquellos momentos y aproveché para regalarle un nuevo libro. Bueno; casi: un cómic. Más bien varios.

Los abrió tácito y ojeó por encima las ilustraciones; pasó de un cómic a otro durante unos diez o quince minutos sin decir absolutamente nada, simplemente bebiendo a pequeños tragos y a intervalos regulares el caldo que tenía preparado para él.


domingo, 13 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 8::



En el primer año de universidad, un año antes de la muerte de Dora y nueve después de la muerte de León, Eva y Aquiles, debería haber perdido mi virginidad. ¿Adivináis por qué me fue imposible? Según Iris es un dolor… muy variable; pero un dolor que nunca experimentaré, en todo caso. Como todos los demás.

Puede que no haya sido la comparación más adecuada pero… con esto quiero decir que cuando alguien habla de la invulnerabilidad lo hace siendo poco o nada consciente de todas las implicaciones que pueden verse aparecidas en la vida cotidiana tal y como todos la entendemos. A veces, esperando un autobús o paseando por el parque, escucho hablar a jóvenes de cómics y partidas de rol; aluden a la invulnerabilidad de este o aquel, quienes la aprovechan para hacer el bien o el mal, pero no piensan en los inconvenientes. Lo entiendo, como ya dije, y entiendo el valor intangible de la palabra en ciertos contextos; pero deberían verme: una superheroína virtualmente invulnerable que todavía es virgen, que no usa su don para repartir justicia ni para quitarla… y obsesionada por encontrar el modo de perder su… habilidad.

También he pensado en ello. Si no hubiese sido invulnerable habría llevado una vida normal, como la de todo el mundo, con sus experiencias, sus anhelos a veces frustrados, sus pequeñas o grandes victorias… podría incluso quejarme de lo “normal” que sería mi vida; de las miradas curiosas hacia las lesbianas (podría incluso ofenderme en otras circunstancias), del trabajo que no me gusta, de lo caro que está todo, de la muerte de mis padres y mi hermano… seguramente iría al psicólogo (tal vez al psiquiatra) para hablar con alguien de lo anodina que sería mi vida.

Hoy por hoy preferiría todo eso. Porque en el fondo ninguna vida es normal; todas han tenido una evolución interesante y curiosa; todas acumulan determinadas experiencias que otras no poseen y viceversa; todas han extraído conocimientos de su discurrir… Pero una vida hoy considerada normal, lo es en sentido peyorativo: sólo los extremos (“tiene mucho dinero ¡Qué vida lleva! ¡No es normal!” o “es un aventurero: se fue a la otra punta del planeta con la única compañía de su trompeta y su tarjeta de crédito ¡No es normal!”, como mil ejemplos más) son considerados como no normales. El deseo de riqueza es lo que nos hace desear no ser corrientes, considerando que la normalidad es aburrida. Es falso; pero me importa una mierda lo que siga pensando la gente. Yo sí que no soy normal: para mí el trabajo es un modo de evadirme de mi realidad cotidiana y supone un respiro; no me ofende lo que piense la gente extremista ni me preocupa demasiado la muerte de mi familia; no me interesa quien gobierne el mundo. Porque no tengo un solo momento libre para ocuparme de esas vicisitudes.

Podría ser feliz pero como veis no lo soy.

Tal vez porque tenga que hacer algo con mi vida.

Otro de los momentos que me dan que pensar es aquel en el que me dirijo hacia el pequeño baúl de nuestra habitación. Esto sólo lo hago cuando Iris está en el trabajo, Valentín de patrulla y Sasia cojeando a lo largo y ancho de la ciudad. Dentro del baúl está el regalo de cumpleaños con el que Iris me sorprendió hace dos inviernos.

¿Os hablé ya del señor Vulnus? Aquel mismo año el regalo de Sasia había sido un gato, el cual justo en el momento de salir de la caja de cartón perforada cogió las de Villadiego velozmente por la terraza hacia los tejados de la zona.

Como digo, el caso es que a veces, cuando estoy sola, abro el baúl y saco una caja de tela que guarda el regalo de Iris. Me enfadé… me enfadé mucho, tal vez más de la cuenta con ella, pero ni era el momento apropiado para aquel tipo de bromas ni, por supuesto, era el detalle más adecuado. A Sasia tampoco le gustó; se limitó a terminar su bebida, levantarse exagerando todavía más de lo habitual su cojera y salir por la puerta sin hacer el más mínimo ruido. Yo quedé estupefacta cuando abrí el regalo, y ni siquiera lo llegué a desempaquetar del todo. No os creáis: tardé casi medio minuto en darme cuenta de lo que era.

Un traje.

Un disfraz.

Fue lo más humillante que me sucedió nunca, y tardé en perdonar a Iris. Pero a día de hoy debo admitir dos cosas: la primera es que no merece la pena perder el tiempo en enfados con la gente que quieres y te quiere por algo que fue hecho con la mejor de las intenciónes y el peor de los sentidos del humor y la segunda… la segunda es que no se si ponérmelo… de nuevo.

Veamos: ya se que no fueron muchos los años bajo las íntegras enseñanzas de mis padres; y además fueron los años de mi niñez, cuando más importante es jugar y descubrir cosas nuevas cada día; si para ello debía tener cuidado con las figuras de cristal del mueble de salón por seguro lo tendría; si para poder jugar más tiempo debía compartir mis juguetes con otras niñas lo hacía y listo. Con Dora las situaciones y sus enseñanzas obtuvieron una respuesta más consciente por mi parte; ya sabía de qué hablaba pues comenzaba a conocer el fondo del ser humano. Aquellas dos influencias fueron apoyadas años más tarde por el caballero de blanca armadura llamado Valentín, e Iris también supuso una influencia en tal sentido. El único que contradice lo que me han enseñado es Sasia; y la verdad es que no lo hace nada mal.

En este mundo hay gente especialmente predispuesta para determinadas actividades; solemos decir que tienen un don; los mejores de ellos son considerados genios: artistas, científicos, matemáticos, filósofos… todos ellos han usado sus habilidades (obviando otros intereses menos éticos) para compartir el conocimiento con el resto de la raza humana; otros para ayudarnos en nuestra evolución. Parece que todo el mundo que recibe una habilidad debe (“así es, así debe ser y así será”) posponer cualquier necesidad o deseo individual en pro del conjunto. Pero no todos los genios lo han hecho; no todo el que ha recibido un don lo ha utilizado para el bien o para el mal; algunos genios anónimos simplemente han vivido su vida, aislados del concepto “global”.

Esta cuestión es la que me da más dolor de cabeza (es un decir): mi “habilidad” no la he cultivado; no me ha supuesto ningún esfuerzo ni conseguirla ni mejorarla. Ha transcurrido su evolución de manera… natural, podríamos decir. Y si yo no lo he querido ¿Por qué debo dejar mi vida de lado y dedicarla a salvaguardar el orden? ¿La justicia? ¿La ética?

No soy la más indicada para imponer orden ni impartir justicia ni dar ejemplo de ética; en ese sentido soy como la mayoría: tengo vicios que cultivo a menudo, tentaciones en las que caigo de vez en cuando y una ética que deja bastante que desear. Por supuesto se lo que está bien y lo que está mal, y de hecho en ocasiones reacciono según esa estimación entre lo bueno y lo malo; pero es mi estimación, y con ella y con mis actos estoy cambiando el devenir natural de la especie humana; vale: a niveles ínfimos, pero lo estoy cambiando. Y no se si quiero hacerlo.

La gente a la que he dado muerte: ¿Acaso no podrían cambiar? ¿No es posible que en un futuro más lejano o más cercano se convirtiesen en referentes en algún campo? ¿En modelos a seguir? ¿Cómo he cambiado las cosas con mis intervenciones?

Dora me enseñó a compartir; Eva me enseñó a distinguir el bien del mal; León me enseñó a disfrutar; Iris me enseñó a amar; incluso Aquiles me enseñó la ternura; Valentín me enseñó el valor; y Sasia me enseñó que todo lo anterior debe tener su contrapunto…

Su contrario; su Némesis.

La imagen de la balanza se ha utilizado desde tiempos de los egipcios para definir o representar los conceptos de justicia y derecho. En mi propia balanza, por un lado, aparecen Dora, Eva. León, Aquiles, Valentín, Iris y pocos más. En el otro lado están Sasia y la mayoría del resto del mundo.

La mayoría del resto del mundo… ¿Os dais cuenta?

Cada vez más a menudo me cabrea la violencia a la que nos estamos acostumbrando; seguramente no es mayor que hace unos siglos (vale; somos algunos millones más de habitantes. Me refiero en comparación), pero últimamente está allí donde observemos. Si en aquel entonces vivíamos en algún país de Europa y había masacres en cualquier otro lugar esa información llegaba (si lo hacía) años después; no afectaba a la vida diaria como lo hace en los tiempos que corren.



sábado, 12 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 7::



Pero repito que fue gracias a Sasia, en el fondo, por lo que Valentín está vivo, aunque no lo sepa ni lo vaya a saber jamás. Me abalancé como una fiera contra ellos consciente de que nada habría de sucederme.

Al primero le rompí el cráneo con una barra de acero de las obras; el segundo corrió con la misma suerte; el fornido tercero logró con enorme rapidez frenarme con una presa que inutilizaba por completo la parte superior de mi cuerpo; el cuarto recibió tal patada en los testículos que cayó de rodillas perplejo y gimoteando con desarticulados gritos sordos de dolor; creo que incluso vi salir sangre por su boca. El quinto golpeó mi cara con saña una y mil veces mientras el sexto se desquitó con la barra que yo había soltado golpeando violentamente mis rodillas; por lo menos se habían olvidado del pobre novato.

Hasta ese punto todo fue indescriptiblemente rápido, pero una vez que te encuentras completamente inmovilizada la percepción del tiempo cambia ligeramente y comienzas a ser consciente de tu nueva realidad de un modo más profundo; más racional.

Estúpida; completamente estúpida. Podría haber logrado el objetivo de alejar el centro de atención de Valentín de mil maneras distintas en lugar de lanzarme como una zorrita caliente y sedienta de sangre al meollo del asunto.

A partir de entonces para mí, como digo, todo sucedió despacio.

Sasia rompió con furia el mango de su bastón sobre el cráneo del quinto, y con la navaja que descansaba en el cinturón del tercero asestó una profunda y mortal puñalada en el pecho del sexto. Séptimo, octavo, noveno y undécimo reaccionaron sacando varias armas de fuego y dispararon enloquecidos al bulto, pero Sasia se había desplazado hábilmente hacia la espalda del desdichado tercero. Fuimos este último y yo quienes recibimos la descarga. La navaja del tercero voló sobre mi hombro y terminó introduciéndose en la cuenca del ojo izquierdo del noveno antes incluso de que el gigantón tercero se desplomase. Recibiendo de manera continuada los disparos y con Sasia protegido detrás de unas vigas llegué inexpugnable hasta séptimo y octavo.

En ocasiones como aquella siempre acabo pensando en Iris; en su tierna mirada; en sus dulces labios; en sus delicadas palabras; en su tersa figura. Y cada vez me convenzo a mí misma de que no debo seguir con ella; de que no soy lo suficientemente buena para ella. Pero… ¿Qué puede pensar una persona que sólo es capaz de proporcionar placer y que nunca podrá recibirlo? Me gusta hacerla sentir más allá, etérea, proyectada, levitada en el placer que te regala la simple presencia de aquella que amas; pero sobre todo querría mantenerla lejos del mundo en el que poco a poco me estoy introduciendo.

Hoy, cuando escribo estas palabras, entiendo mejor que nunca que lo nuestro no durará mucho más. Gracias al cielo que Valentín podrá consolarla y hacer menos dura la pena.

Desde hace poco menos de dos años acudo regularmente a un pequeño gimnasio a media hora de casa; los paseos que realizo Martes y Viernes a las doce de la noche terminan en sesiones de entrenamiento intensivo que me ayudan a desarrollar una mejor coordinación entre mis músculos y mi mente, y siempre le pido al profesor de boxeo que me exija más y más; en el ring ya tengo fama de saber encajar los golpes. Pero si quiero que mi cuerpo obedezca a mi cabeza cuando ésta tome el control, y que en otras ocasiones sea el cuerpo el que reaccione de manera instintiva debo entrenar, entrenar y entrenar. En el gimnasio no aprendo boxeo: Sólo coordinación.

Es con Sasia con quien aprendí a pelear; sobre todo… me enseñó a pelear de un modo algo sucio; bastante… rastrero, en realidad; poco honorable, si quieres: Pisotones para desestabilizar al oponente, patadas a las espinillas, a la ingle, golpes en la garganta, cabezazos, y su famosa llave de nariz: es increíble lo frágiles que son las fosas nasales y el dolor que (dicen) se siente; puedes manejar al más fuerte y agresivo de tus rivales si logras introducir índice y corazón en su nariz; se convertirá en un amansado corderillo.

En realidad no es gran cosa lo que se de peleas (aunque he estado en unas cuantas), y aunque podríais pensar que no necesito defenderme (¿De qué debería hacerlo?), la lección que me dio Sasia la noche que salvamos a Valentín fue que no pueden herirme; pero sí retenerme.

Desde que nos hicimos amigos de Valentín (es increíble lo que puede llegar a unir un secreto como el mío en las manos adecuadas) le he ayudado en un par de ocasiones; todas ellas relacionadas con borrachos violentos, atracos a mano armada… y siempre sin que nadie más que Valentín, Iris y Sasia sepan que intervengo. Digamos que estoy violando ostensiblemente todas las indicaciones que Sasia tiene a bien en ofrecerme. Pero cuanto más pienso en ello tengo más claro que es lo que debo hacer.

En ocasiones extremas me quedo casi sin respiración; y lo que está más que claro es que “necesito” respirar; necesito oxigenar las células de mi cuerpo para no morir; necesito que la hemoglobina transporte el oxígeno a través de las arterias… creo. Sólo hubo una vez en la que me atreví a experimentar mis límites en ese campo sin quererlo; sin haberlo pensado siquiera. Fue en la fundición; el mismo día que probé su calor.

Sinceramente estoy completamente perdida; no puedo llegar a comprender por qué me sucede lo que me sucede; me veo incapaz de entender… ya no el por qué, sino el cómo. Y el hecho de que Iris se siga mostrando tan insistente estos últimos días seguramente acabe por inclinar la balanza en su favor: tal vez deba ponerme en manos de algún… ¿Médico? No estoy segura. Por supuesto no podrán tomarme muestras de sangre, y aunque me puedan hacer muchas otras pruebas, aunque sea posible que la medicina consiga ofrecerme alguna respuesta… ¿A quién puedo acudir?

¿A quien acudiríais vosotros? ¿Qué haríais?

Cuando Sasia y yo acabamos con los pobres desgraciados que habían pensado que podían hacer lo que les viniese en gana llevamos inmediatamente a Valentín a urgencias; o al menos decidimos hacerlo. Prudentemente a un lado, dejé que Sasia se encargase de llevar al pobre chico al hospital más cercano en el mismo coche de policía abandonado en la mitad de la calzada. Al día siguiente me contó cómo se había desarrollado todo y me dijo que me quedase tranquila: la historia que había elaborado para la policía no hablaba en absoluto de una chica inmune a todos los males y que podía recibir impactos de bala con la misma tranquilidad como quien fuma un pitillo. Además: el pobre muchacho no podría hacer declaraciones hasta pasado un tiempo.

Realmente no se nada de él. ¿Quién es Sasia? Por lo que cuenta ha viajado mucho más de lo que yo lo haría en varias vidas; sabe pelear con tanta dureza y destreza como sucios son sus golpes y nunca pareció asombrarle demasiado mi habilidad. Aunque veo el buen fondo oculto bajo unas maneras a veces un tanto crueles o amorales, su historia… su verdadera historia ha de ser por fuerza intrigante y sobre todo reveladora; la historia del verdadero Sasia.

No lo sabíamos, pero el caso es que Valentín estaba consciente cuando Séptimo, octavo, noveno y undécimo disparaban enloquecidos; nunca estuvo del todo seguro de lo que vio hasta que meses más tarde yo misma se lo confirmé no sólo con palabras, pero lo último que recuerda (y cito sus propias palabras) fue ver a “un demonio con forma de mujer que no retrocedía ante las balas”. Algo poético de más para mi gusto; y aunque tampoco sepa esto Valentín, siempre saboreé la descripción que hizo de la primera vez que nuestros caminos se cruzaron.

Y en cuanto a Sasia… fue él quien me encontró a mí.

El banco en el que trabaja Iris fue atracado varias veces; sólo una desde que ella trabaja allí. Era muy temprano y apenas había clientes, pero aquel día un viejo vagabundo se encontraba en el interior de la oficina. Para cuando supe lo que había sucedido Iris ya estaba en casa acompañada por un par de agentes de policía. Se abrazó a mí con una mezcla de intensidad y alivio mientras me explicaban lo sucedido: el atracador había sido reducido por un anciano indigente salvando así la situación del peligro de pérdidas humanas. Al parecer desde la alcaldía se estaba estudiando ofrecerle una insignia al mérito y una recompensa por su labor… ¿Cómo la habían llamado? Si; labor social. El mismo Sasia apareció tras los agentes interesándose por el estado de Iris antes de acompañarlos a comisaría. Nuestras miradas se cruzaron y tras un brevísimo instante de sorpresa esbozó una ligera sonrisa.

Sasia. Nunca dejará de sorprenderme. Muchas veces le he preguntado por qué; por qué actuó en una situación en la que tantas veces me ha aconsejado no intervenir; por qué rompió de aquella manera sus pilares morales; por qué arriesgo su integridad física de aquella manera. Nunca le dieron la insignia, y como única recompensa recibió una tarjeta que le permitía descansar en los albergues cinco días más de lo estipulado por ley, tarjeta que rompió nada más terminar el sencillo acto público organizado para tal ocasión. El banco se limitó a darle las gracias por su desinteresada colaboración.

A la semana siguiente llamó a nuestro timbre y le invitamos a entrar; Iris todavía estaba de baja, por lo que ambas pudimos disfrutar de su compañía y hacerle ver nuestra gratitud. No quería nada: ni bonos de pernocta del excelentísimo ayuntamiento, ni dinero del banco, ni favores de nadie ni comida; llevaba años arreglándoselas sólo muy bien y no tenían que cambiar las cosas por lo sucedido. Sólo quería conocernos un poco mejor.

Imagino que fue entonces cuando comenzó su particular misión.


domingo, 6 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 6::



En ocasiones también yo siento miedo, por mucho que podáis pensar que no tengo motivos para ello. ¿Qué es el miedo? En mi caso lo padezco en forma de pesadillas que muchas noches me despiertan empapada en sudor y temblando de manera incontrolable. Iris se despierta asustada, me abraza, me susurra y vuelve a quedarse dormida; pero yo no puedo volver a conciliar el sueño esa noche.

Y también tengo miedo cada vez que pongo a prueba mi habilidad; sigo pensando, como cuando tenía trece años, que tal como vino puede desaparecer, y se perfectamente, como todos sabemos, lo que le ocurre al cuerpo humano cuando se acerca demasiado a la hélice de una avioneta, o cuando mete la mano en una trituradora de carne, o cuando veinte skins drogados hasta las cejas la toman contigo a la salida de algún bar. En cierto modo, si llega a suceder, si llegase a perder mi invulnerabilidad… sería todo un alivio; moviéndome en las cotas en las que me muevo, si mi habilidad desapareciese apenas me daría cuenta de mi propia muerte. Lo que sí me aterraría sería sentir al fin el tacto del viento en mi cuerpo tras saltar de un edificio; o el calor del metal fundido al saltar sobre un horno; eso significaría una consciencia plena de la muerte; y sería realmente horrible.

Comparto mis miedos con Iris, Valentín y Sasia, tal y como ellos hacen conmigo. Suele coincidir una vez al mes en la que los cuatro nos encontramos descansando en nuestro piso tomando por lo general una infusión relajante, un café sólo largo, un café con leche sin azúcar y un vodka solo. Son esos momentos en los que abrimos nuestros corazones y compartimos la totalidad de lo que nos ha sucedido desde la reunión anterior, y creo que a todos nos viene bien; demasiado bien, de hecho. Aunque estoy segura de que ninguno de nosotros es en realidad totalmente sincero; ni con los demás ni con nosotros mismos. Tenemos nuestros secretos, y por mucha amistad que compartamos esos secretos son sólo nuestros, y así queremos, también en secreto, que siga siendo. Algunos son secretos a voces, y otros nunca serán revelados; incluso algunos jamás serán descubiertos. ¿Acaso podríamos seguir siendo la misma persona que somos sin nuestros secretos? Seríamos un poco más libres, pero no seríamos nosotros mismos. El hecho de poseer aunque sea un solo secreto inconfesable nos obliga a desarrollar ciertas facultades o aptitudes encaminadas en el fondo a ocultarlo lo máximo posible a los ojos de los demás; vivimos con cierta tensión, pero esa tensión a la larga nos ayuda en nuestro desarrollo como personas. Y el saber que todos poseemos algún secreto nos hace igualarnos; nos hace parecer más semejantes.

Recién asignado su destino definitivo, a Valentín lo habían encasillado en las patrullas de fin de semana durante seis meses, y obvia decir que los fines de semana no los quería nadie en su departamento; sobre todo en esta zona. Fue precisamente uno de esos fines de semana cuando le salvé la vida.

Sin mi ayuda, ahora mismo habría pasado casi un año bajo tierra, devorado por los gusanos y con una familia llena de gente buena que trabajaría el campo un poco más triste. Sin mi ayuda no se habría enamorado de Iris y no aprovecharía cualquier oportunidad para al menos verla; y sin mi ayuda nunca habría conocido los días que disfruta desde aquella madrugada… no me entendáis mal; no creo que me deba nada; solamente quería enfatizar que en aquella ocasión, por lo que sea, decidí actuar; igual que ayer; sin razón aparente. Quiero pensar que en el fondo acabé interviniendo en ambas ocasiones porque la influencia bondadosa de mis padres, de Dora y de Iris gana terreno día tras día a la libertad moral de Sasia.

En el fondo y a priori a él no parece importarle demasiado que le haga caso o que deje de hacérselo; está seguro de que su participación en esta vida y en mi historia se reduce a equilibrar las cosas; a servir de contrapeso en la balanza para que nada sea irremediablemente irreversible. A veces creo que es la suya una labor autoimpuesta realmente difícil.

De hecho él no habría salvado a Valentín, y ejerció cierta presión sobre mí para que no me metiese en la paliza que estaba recibiendo. Si; otra paliza; como la de ayer, pero en lugar de tres capullos eran trece.

Todos sentimos cierto reparo frente a la autoridad; la simple imagen de un uniforme (secuelas libidinosas aparte) nos hace pensar en ese pequeño escalón más abajo en el que nos encontramos frente a ellos; bien el adolescente que al cruzarse con un policía agacha la cabeza esperando no confesar a gritos el costo que se fumó la noche anterior, bien el radical que siente hervir la sangre cuando presencia una redada del todo injusta; o incluso el viejecito que aparca donde le sale de las narices alegando pérdida de orientación mal fingida. Debido a nuestros secretos y a nuestras inclinaciones tendemos a reaccionar de un modo u otro ante la autoridad; pero la reacción más habitual es ceder ante las preguntas que nos realicen, devolver el saludo aunque no saludemos nunca a nadie y agachar la cabeza aunque no hayamos hecho nada. Pero depende qué personas en depende qué lugares y depende de a qué horas esa autoridad no tiene ningún valor; y eso fue algo que Valentín, el novato, no pudo preveer.

Estuvo dos meses en el hospital, y desde su regreso al cuerpo tras la baja nunca dejó de pensar en aquella noche. Aquí debemos decir que se llevó todo el mérito, por lo que por mucho que le sigan llamando novato, cada uno de sus colegas están deseando que se les asigne a Valentín como compañero.

A pesar de que no fue el héroe de aquella velada estoy segura de que no decepcionaría a ninguno. Tampoco fui yo la heroína, dadas las circunstancias y mi potencial, sino Sasia, quien esa noche me dio una enorme lección de humildad. Es una tontería, pero nunca me había parado a pensarlo seriamente: No soy imparable.

Aquella noche le había dado por cojear deprisa: Cuando tras comprar un par de paquetes de tabaco a altas horas de la madrugada en una tasca de la zona industrial y convencer a Sasia de que durmiese en nuestro piso aquella fría noche, en las vías de nueva construcción de cinco manzanas al sur de nuestra calle un coche de policía se encontraba parado en medio de la calzada, con las puertas abiertas y las luces encendidas. Más al fondo, entre las sombras de los edificios a medio empezar de la nueva promoción de viviendas de máximo lujo y desmedido confort, descansaba en el suelo lo que parecía un cuerpo completamente estático.

Sasia me agarró del codo casi con ternura, intentando llevarme en dirección contraria, hacia la que él consideraba que debíamos tomar alegando, mientras hablaba con cierta premura, razones médicas de peso para el inmediato descanso de su maltrecho cuerpo. Pero ya habían sido demasiadas las veces que lo había dejado pasar, y aunque sólo fuese por curiosidad debía acercarme; con toda tranquilidad me solté de la en realidad sorprendentemente fuerte presa a la que me tenía sometida Sasia y me dirigí hacia el coche de policía.

Mis rasgos faciales han sido definidos en más de una ocasión como “duros”, y también más de una vez he tenido que soportar frases como “te voy a romper esa bonita cara tuya de puta”; y después siempre pasa lo mismo; acaban ellos con la cara hecha añicos. Mi cuerpo atlético también ha recibido innumerables halagos como “te voy a partir las putas piernas” o “No me jodas… ¿La cachonda se me pone chula?”

¿Qué haría falta para que todos nos llevásemos un poquito mejor? Imagino que es necesaria una combinación demasiado complicada como para que nuestros dirigentes se lo tomen en serio y decidan cambiar las cosas: un poco de miedo, un poco de disciplina, otro poco de saber ponernos en lugar del otro y un poco más de sentido del humor. Muy pocas veces me encuentro con alguien tan bueno como Valentín, y el hecho de que sea complicado encontrar alguien tan humano que ni siquiera le llegue a la suela de los zapatos, alguien que tenga una palabra amable y sincera perpetuamente preparada, alguien que sepa que cuesta tan poco hacer feliz a los demás o alguien que haga de su sonrisa un paraguas y deje que llueva… una vez que topas con uno te cuesta asimilar que no seamos todas y todos como el.

Al parecer intentó razonar con aquellos desalmados; y también al parecer aquellos desalmados pertenecían a algún tipo de mafia local con la bastante influencia en las calles como para creer que podían hacer lo que les viniese en gana sin que existiese ningún tipo de represalia. Con el compañero de Valentín acabaron pronto; era el cuerpo que había adivinado antes entre las sombras. Pero con el pobre novato quisieron divertirse un poco. Para cuando Sasia y yo llegamos hasta dónde se encontraba Valentín, ya tenía tres costillas fracturadas, un brazo roto por diversas partes y numerosas contusiones a lo largo y ancho de su cuerpo; estaba sangrando como un cerdo, el pobre.

Ellos eran trece; yo era invulnerable y me sentía invencible.



sábado, 5 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 5::



Iris y yo vivimos en un onceavo; no es un piso muy grande, pero es mucho más que suficiente para nosotras dos. Tenemos una terraza a la que salgo habitualmente a fumar un pitillo o dos al día para evitar que la casa huela demasiado a tabaco (ya es suficiente con el olor que dejan los cigarros de Sasia) y para intentar despejarme. La terraza es otro de esos sitios donde puedo desconectar un poco de todo; me dedico a mirar con calma y sin objetivo concreto alguno el callejón sin salida sobre el que se asoma y la calle principal, de la cual algo se atisba.

No es un barrio muy seguro, pero de día no suele haber demasiados problemas. Aunque no hay mucha presencia policial (sí algo más que en otras zonas de la ciudad; eso es cierto), todos los que viven por aquí saben a qué atenerse para no meterse en problemas; a saber: evitar miradas directas a cualquier viandante con aspecto extraño, no entrar bajo ningún concepto en cierto tipo de locales, caminar deprisa, a partir de las nueve de la noche preferiblemente haber llegado a casa, acompañar siempre a los pequeños al colegio…

Leyendo lo que escribo incluso a mi me parece una zona realmente peligrosa… pero no lo es tanto como pudierais pensar.

Pero ayer, alrededor de las tres de la mañana, mientras Iris descansaba plácidamente, salí a fumar uno de esos pitillos.

Las palabras valiente y cobarde son bastante curiosas y solemos utilizarlas un poco a la ligera en nuestro día a día, cuando en realidad deberíamos tener en cuenta que somos simples habitantes de una ciudad del primer mundo, una ciudad ordenada y moderna, civilizada (eso dicen), con una rutina en la que muy raras veces nos encontramos en situaciones verdaderamente extremas. Y sólo así, enfrentándonos a una situación límite, podemos saber cual es nuestra verdadera naturaleza. Los conocidos o etiquetados como valientes pueden llegar a derrumbarse relajando sus esfínteres y babeando entre palabras de compasión, y los estigmatizados como cobardes pueden ser capaces de, tal vez sin darse cuenta ni ser completamente conscientes de la situación o todo lo contrario, entrar directamente y con todos los honores en el Valhalla.

Claro; a mi no se me pueden aplicar ninguno de los dos apelativos, pues en el fondo ser cobarde o valiente es actuar en función de las consecuencias que podríamos sufrir: o intervenimos sin importarnos las secuelas o nos quedamos quietos pensando en la salvaguarda de nuestra propia integridad; eso es lo que a mí no me afecta. Si decido intervenir o no sólo depende de lo que libremente escoja; de mi moral; de la ética que mis padres tuvieron a bien en inculcarme en el poco tiempo que tuvieron para hacerlo y en la que Dora me instruyó; la misma de la que Sasia intenta liberarme.

Me tiré de la terraza.

No sé por qué lo hice, ahora que lo pienso. En cuanto vi a una de las indigentes del barrio arrinconada en la esquina más oscura del callejón que hay bajo mi terraza me hirvió la sangre; Tres figuras le estaban dando una silenciosa paliza.

¿Alguna vez habéis escuchado el sonido de un cuerpo al caer sobre el pavimento desde una altura de once pisos?

Me levanté en cuanto me lo permitió la caída, y ninguno de aquellos tres gilipollas estuvo nunca preparado para lo que vieron sus ojos. Sin pensarlo me acerqué al más próximo y le golpee con todas mis fuerzas en la entrepierna; el segundo, absurdamente estupefacto, no había reaccionado todavía.

Por lo general siempre que golpeo a alguien o a algo lo hago con todas las fuerzas que posee mi cuerpo, y eso me ha enseñado que la verdadera fuerza del ser humano está más allá de lo que creemos. Siempre que lanzamos un puñetazo o una patada lo hacemos conscientes de nuestra fuerza y del daño que podemos causar y del daño que podemos recibir; pero como digo hay excepciones: Todos hemos escuchado historias sobre fulana, quien tras ver cómo su hijo era aplastado bajo un coche lo levanta de manera asombrosamente fácil para rescatar a su descendiente; o sobre mengano, quien tras ser sepultado bajo toneladas de escombros incendiados fue capaz de sobrevivir gracias a la asombrosa fuerza que sacó de quien sabe donde. Incluso sobre zutano, aquel que fue aplastado por media tonelada de roca compacta de la que consiguió deshacerse con brazos y piernas.

Por mi parte y en momentos de relajación, soy capaz de pegar con todas mis fuerzas repetidas veces y sin sufrir daño alguno para terminar por destrozar una pared de madera considerablemente gruesa. No es que tenga más fuerza que la media; es sólo que puedo hacer uso de ella al ciento cincuenta por cien. Eso si: tardo un rato largo.

El segundo recibió tal golpe con el codo en pleno rostro que murió al instante, pero el tercero ya estaba todo lo dispuesto que se podría estar en aquellas circunstancias. Saltó sobre mí intentando clavarme la navaja que había sacado del bolsillo de su cazadora; lo intentó una, dos y hasta diez veces en distintos lugares; el primer objetivo del navajazo había sido el estómago.

Cuando estamos acostadas en cama o en cualquier rincón de la habitación descansando plácidamente tras los únicos instantes en los que Iris me deja fumar en casa, mi cabeza está más confundida que nunca. Intento relajarme, por supuesto, labor en la que he mejorado considerablemente a raíz de los consejos y el apoyo de Sasia, pero cada día que pasa me obsesiono más con la idea de que Iris se merece a alguien mejor.

Las tres siguientes puñaladas después de la tercera perdieron completamente el norte, y fueron más bien golpes lanzados al azar con el objetivo de apartarme, de alejarme; sus ojos querían expresar una mezcla entre sorpresa y terror pero se quedaban en abyecta fascinación, y cuando asestó las últimas cuatro en el costado izquierdo, axila, cara y abdomen, yo ya estaba apretando su cuello con toda la fuerza que mis músculos podían proporcionarme.

Dos inconscientes y dos muertos, pues la indigente a la que habían apaleado murió hoy mismo en el hospital. Era a la que iris llevaba siempre un café caliente antes de ir al trabajo.

No fue la primera vez que cercené una vida, y muy posiblemente no será la última.

A Valentín lo conocí en circunstancias similares; es policía (novato, le llaman) y lleva un año en la ciudad. A Iris no le gusta demasiado, pero yo creo que no es mal chico. Vive puerta con puerta con nosotras (esta ciudad es más pequeña de lo que se pudiese pensar) y de vez en cuando nos invita a un buen café importado en su piso; Nació en un pueblecito del sur y le encantan los animales, el café, las películas de Bruce Lee, Sorolla y la navidad. No es la combinación más idónea para una persona, pero me gusta; y creo que somos los únicos amigos que tiene en la ciudad.

Además está locamente enamorado de Iris, por mucho que quiera disimularlo.

Es a Valentín a quien no le gusta Sasia, pues no comparten la misma idea sobre los conceptos de justicia y honor. Sasia dice que esas nociones son tonterías inventadas en la antigüedad para crear adeptos con los que conquistar ciudades y hacer la guerra con el apoyo de Dios y sus falsas doctrinas. Insiste en que siendo herramientas tan políticamente correctas y tan poderosas, suponen el invento más lucrativo de las clases mandatarias, pues utilizándolas en su beneficio muchas muy buenas y desinteresadas personas han perecido engañadas en guerras estúpidas. Y no le falta razón. Pero Valentín defiende la idea de que todo ser humano que pueda ayudar a otro debe hacerlo en busca de un acto ejemplarizante que se extienda como una plaga tras la cual los unos cuidaremos vehementemente de los otros.

No le entendáis mal; es bastante realista y sabe que eso es imposible, pero hace todo lo que puede por ayudar a los demás. De hecho, si estuviésemos en la edad media llevaría orgulloso una armadura oxidada y quebrada, y estaría dispuesto a salvar de la malvada bruja a la más bella de las princesas; a Iris.

A veces pienso que yo soy la bruja; el dragón; el sheriff de Nottingham; pues cada vez que me meto en problemas veo claramente lo que haría Valentín; y también lo que haría Sasia. Uno correría presto tras las voces de socorro de cualquier rincón oscuro sin más armas que su buena voluntad y su mejor determinación; se enfrentaría a lo desconocido de manera directa y sin temor; y sobre todo de manera consciente. El otro haría oídos sordos y se preocuparía por su propia vida e integridad, también de manera consciente, aceptando que es en ocasiones el azar el que domina nuestras vidas; tampoco esperaría ayuda de nadie en caso de verse él sometido a las crueldades de la violencia. Intentaría sacarse las castañas del fuego de la mejor manera posible contando únicamente consigo mismo.

No es que uno sea más valiente que el otro; ni siquiera significan sus opiniones que uno de los dos sea más egoísta ni que piensan como piensan debido a motivos egocéntricos. Ambos son valientes y han vivido situaciones extremas.

También ambos admiten, en todo caso, haber sentido miedo en más de una ocasión: Sasia cuando creyó encontrarse ante la muerte en el invierno de Siberia sin haber cumplido su misión en esta vida, y Valentín la noche que entró en nuestras vidas; hasta la cocina.


viernes, 4 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 4::



Iris trabaja en un banco, como hacía mi padre. De hecho en la misma entidad. A veces le ruego que pregunte una vez más a los administrativos más rancios si conocían a León, al que casi no recuerdo. Creo que era alto y algo desgarbado, y de carácter apacible y naturaleza alegre. La que imponía algo de orden en casa era mi madre, Eva; ella era la que castigaba y aleccionaba, tanto a mi hermano como a mí, a pesar de la diferencia de edad entre ambos. Con León siempre se podía contar a la hora de jugar con nosotros. No quiero decir que mi madre no disfrutase (o se permitiese disfrutar) con sus hijos, pero era la que llevaba el orden en su interior y lo hacía extensible a todos los demás de la casa.

Murieron cuando yo tenía nueve años; en un accidente de tráfico el uno de enero del año noventa y cinco. Y desde ese día hasta tres o cuatro meses después apenas tengo recuerdos; no se cómo fue el discurrir de los acontecimientos en aquel tiempo. Sólo… desperté del letargo, por decirlo de algún modo, para darme cuenta de que estaba viviendo con Dora.

La memoria y los recuerdos que guardamos en ella, tanto de manera consciente como inconsciente, son conceptos inherentes a un terreno en verdad mucho más extraño que aquel referido a mi invulnerabilidad: de mi madre guardo la imagen del café sólo largo sin azúcar todos a diario, muy temprano, bastante antes de que todos los demás diésemos la bienvenida a un nuevo día. También conservo los cuidados que me dedicaba cuando caía enferma o las caricias que me ofrecía justo antes de acostarme; y aunque durante varios años y todos los días veía su rostro, en la actualidad sus facciones han ido difuminándose y desapareciendo lentamente de mi memoria. Claro que esto es algo común; algo que nos sucede a todos; pero hay que admitir que esos recuerdos están escondidos en algún lugar. Si en algún momento poseemos el conocimiento sobre algo no deberíamos limitarnos a arriesgarnos a perderlo; deberíamos poder recurrir a él siempre que quisiésemos. En otras ocasiones ni recordamos haber olvidado algo, y son los signos que recibimos de manera espontánea los que se encargan de despertar nuestros recuerdos; recuerdos que, insisto, ni siquiera recordábamos haber perdido. Puede ser un olor, o un sabor… o una sensación, por extraña e inoportuna que sea. A veces son sueños los que nos trasladan a otro tiempo y lugar de una manera tan intensa que casi parece real.

Y eso mismo es lo que me salva. Ni siento ni padezco a nivel físico, pero emocionalmente esos recuerdos son tablas de salvación que me refrescan durante varios días; me cambia el humor, y eso a Iris le gusta. Incluso Sasia parece más relajado.

Hace un par de meses estuvo bastante enfermo, e Iris y yo fuimos las únicas que pudimos ayudarle. Lo llevamos al hospital y estuvimos con él todo el tiempo que nos fue posible y algo más. Tiene algo en los pulmones y los médicos dicen que lo más probable es que el próximo invierno (y a ver qué tal pasa éste) tendrá difícil continuar con nosotros. Cuando le dieron el alta nos lo trajimos a casa hasta que se recuperó y se cansó de nuestra compañía. No lo vimos durante una semana.

Es muy triste; pero al final todo el mundo acaba por irse. Leyes de la naturaleza; estúpida.

Pero no estoy segura de que yo me vaya a ir.

Obviamente con el paso de los años he crecido hasta convertirme en la mujer que soy; me he desarrollado y crecido en todos los sentidos. Eso significa que no soy demasiado distinta a todos vosotros. Si nada puede herirme ¿Moriré de vieja?

Cuando un cascote de nosecuantas toneladas me cae en la cabeza, o en el pecho, o en una pierna… la sensación es curiosa, y no me refiero a lo que no siento, sino a lo que se me pasa por la cabeza; en qué me pongo a pensar en esos momentos. Como siempre digo, mis músculos son susceptibles de sufrir cierta deformación si se les aplica cierta presión. Ahora bien: llega un momento en que (imagino) no puede comprimirse más masa en el espacio que ocupan huesos, músculos, piel, venas, etc. Y de ahí no pasa; no cede; y no se rompe. Si ese cascote me aplasta contra el suelo, en cierto modo es casi como si yo no estuviese debajo.

No se bien cómo explicarlo: si golpeas una mesa con la palma de la mano abierta es muy distinto a si la golpeas con la punta de un picahielos, así como es muy distinto recibir un golpe con una pala que con un pico. En gran medida es debido no sólo a la fuerza con la que se reciba o aplique el golpe, sino a la superficie ocupada por el objeto que golpea. Cuanta más fuerza en menos superficie de impacto, más posibilidades hay de que la superficie del objeto golpeado ceda. En cierto modo esto es lo que practican los fakires cuando se tumban en su famosa cama de puntas; en ese caso el peso del fakir (que además no es mucho, habitualmente) se reparte de manera uniforme a lo largo de todas las puntas; imaginad ahora una cama con una sola punta en la que se tumba alguien de repente.

Mi caso es parecido: sólo soy una pieza indestructible en medio de dos trozos enormes de masa más o menos regular; soy muy poca superficie con respecto a la fuerza ejercida; soy la única punta de esa hipotética cama de fakir.

El suelo se resquebraja del mismo modo que el gigantesco escombro.

La muerte nos sobreviene (evitando aludir a accidentes fortuitos o enfermedades inhabituales; y aún así) desde el momento en que nuestro cuerpo empieza a ceder al paso del tiempo. Las células que nuevamente y de manera continua se generan son copias de copias, y en cada copia puede haber errores. En mi caso está claro que envejezco, por lo que en principio debo suponer que mi esperanza de vida estará (si lo está) poco más por encima de la media habitual dados los tiempos que corren; pero no estoy en absoluto segura de ello. Si mis células mueren y nacen otras nuevas, asumiendo que cada célula es una copia de la anterior y comprobando que envejezco, es de suponer que moriré. ¿Pero acaso no serán mejores las copias de mis células que las vuestras? Parten desde mejor posición; eso seguro.

Sin embargo moriré, sospecho, y eso es algo que… existiendo la posibilidad de que no suceda (porque existe; la mía es una situación extrema y desconocida), me causa cierta inquietud; es como si no fuese justo. ¿Por qué debo morir si tengo esta asombrosa habilidad? No la entiendo bien, por lo que no puedo asegurar ni una cosa ni la otra; y eso casi es lo peor. En algún lugar escuché una vez que la duda es el peor enemigo del hombre; porque aunque quieras y te atrevas no tienes a qué enfrentarte.

Sasia dice que no soy la única en el mundo; sí soy la que de manera más exagerada posee esta habilidad, pero dice que en algunos de sus viajes ha conocido a otros casi tan resistentes como yo: en Rusia un apacible campesino de las afueras de Novosibirsk es capaz de trabajar sin descanso y sin sentir las inclemencias del frío durante varias jornadas; en Katangjhiri, un pequeño pueblo de la India, un anciano de nombre impronunciable puede descansar durante horas sobre brasas sin sufrir daño alguno; en Perú, un joven agricultor padre de familia es capaz de cargar con unas pocas toneladas durante un breve período de tiempo. No ha conocido a muchos más, pero creo que todo eso lo dice para que no me sienta tan sola.

En cierto modo el mismo Sasia admite que hace mucho que debería haber muerto, y la última visita al hospital nos lo ha confirmado (de hecho, esas mismas palabras las utilizó el doctor en un par de ocasiones). Es como si nuestro amigo lograse gracias a su fuerza de voluntad vivir un poco más ya que al fin me ha encontrado; como si fuese algún tipo de misión en su vida; como si antes de dejarnos tuviese que darme alguna lección, ayudarme en algo que me sucederá, o simplemente para que yo aprenda al menos un poquito de lo que él ha aprendido durante toda su vida.

A lo mejor piensa que ha de ser como una especie de guía para que me mantenga de algún modo estable; para que no me deje llevar, ni para bien ni para mal, por la (en realidad) enorme responsabilidad de mi don. Y eso es algo que he estado pensando mucho últimamente y que relaciono con las lecciones de mis padres y mi abuela. Si puedo ayudar de una forma mucho más intensa que los demás… ¿Debería responsabilizarme de la habilidad que me fue dada para ello? Es más… ¿Me fue dada para ello? También podría coger todo lo que quisiese de cualquier lugar y en cualquier momento, pues nadie podría detenerme.

Ayer mismo le quité la vida a una persona.