domingo, 6 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 6::



En ocasiones también yo siento miedo, por mucho que podáis pensar que no tengo motivos para ello. ¿Qué es el miedo? En mi caso lo padezco en forma de pesadillas que muchas noches me despiertan empapada en sudor y temblando de manera incontrolable. Iris se despierta asustada, me abraza, me susurra y vuelve a quedarse dormida; pero yo no puedo volver a conciliar el sueño esa noche.

Y también tengo miedo cada vez que pongo a prueba mi habilidad; sigo pensando, como cuando tenía trece años, que tal como vino puede desaparecer, y se perfectamente, como todos sabemos, lo que le ocurre al cuerpo humano cuando se acerca demasiado a la hélice de una avioneta, o cuando mete la mano en una trituradora de carne, o cuando veinte skins drogados hasta las cejas la toman contigo a la salida de algún bar. En cierto modo, si llega a suceder, si llegase a perder mi invulnerabilidad… sería todo un alivio; moviéndome en las cotas en las que me muevo, si mi habilidad desapareciese apenas me daría cuenta de mi propia muerte. Lo que sí me aterraría sería sentir al fin el tacto del viento en mi cuerpo tras saltar de un edificio; o el calor del metal fundido al saltar sobre un horno; eso significaría una consciencia plena de la muerte; y sería realmente horrible.

Comparto mis miedos con Iris, Valentín y Sasia, tal y como ellos hacen conmigo. Suele coincidir una vez al mes en la que los cuatro nos encontramos descansando en nuestro piso tomando por lo general una infusión relajante, un café sólo largo, un café con leche sin azúcar y un vodka solo. Son esos momentos en los que abrimos nuestros corazones y compartimos la totalidad de lo que nos ha sucedido desde la reunión anterior, y creo que a todos nos viene bien; demasiado bien, de hecho. Aunque estoy segura de que ninguno de nosotros es en realidad totalmente sincero; ni con los demás ni con nosotros mismos. Tenemos nuestros secretos, y por mucha amistad que compartamos esos secretos son sólo nuestros, y así queremos, también en secreto, que siga siendo. Algunos son secretos a voces, y otros nunca serán revelados; incluso algunos jamás serán descubiertos. ¿Acaso podríamos seguir siendo la misma persona que somos sin nuestros secretos? Seríamos un poco más libres, pero no seríamos nosotros mismos. El hecho de poseer aunque sea un solo secreto inconfesable nos obliga a desarrollar ciertas facultades o aptitudes encaminadas en el fondo a ocultarlo lo máximo posible a los ojos de los demás; vivimos con cierta tensión, pero esa tensión a la larga nos ayuda en nuestro desarrollo como personas. Y el saber que todos poseemos algún secreto nos hace igualarnos; nos hace parecer más semejantes.

Recién asignado su destino definitivo, a Valentín lo habían encasillado en las patrullas de fin de semana durante seis meses, y obvia decir que los fines de semana no los quería nadie en su departamento; sobre todo en esta zona. Fue precisamente uno de esos fines de semana cuando le salvé la vida.

Sin mi ayuda, ahora mismo habría pasado casi un año bajo tierra, devorado por los gusanos y con una familia llena de gente buena que trabajaría el campo un poco más triste. Sin mi ayuda no se habría enamorado de Iris y no aprovecharía cualquier oportunidad para al menos verla; y sin mi ayuda nunca habría conocido los días que disfruta desde aquella madrugada… no me entendáis mal; no creo que me deba nada; solamente quería enfatizar que en aquella ocasión, por lo que sea, decidí actuar; igual que ayer; sin razón aparente. Quiero pensar que en el fondo acabé interviniendo en ambas ocasiones porque la influencia bondadosa de mis padres, de Dora y de Iris gana terreno día tras día a la libertad moral de Sasia.

En el fondo y a priori a él no parece importarle demasiado que le haga caso o que deje de hacérselo; está seguro de que su participación en esta vida y en mi historia se reduce a equilibrar las cosas; a servir de contrapeso en la balanza para que nada sea irremediablemente irreversible. A veces creo que es la suya una labor autoimpuesta realmente difícil.

De hecho él no habría salvado a Valentín, y ejerció cierta presión sobre mí para que no me metiese en la paliza que estaba recibiendo. Si; otra paliza; como la de ayer, pero en lugar de tres capullos eran trece.

Todos sentimos cierto reparo frente a la autoridad; la simple imagen de un uniforme (secuelas libidinosas aparte) nos hace pensar en ese pequeño escalón más abajo en el que nos encontramos frente a ellos; bien el adolescente que al cruzarse con un policía agacha la cabeza esperando no confesar a gritos el costo que se fumó la noche anterior, bien el radical que siente hervir la sangre cuando presencia una redada del todo injusta; o incluso el viejecito que aparca donde le sale de las narices alegando pérdida de orientación mal fingida. Debido a nuestros secretos y a nuestras inclinaciones tendemos a reaccionar de un modo u otro ante la autoridad; pero la reacción más habitual es ceder ante las preguntas que nos realicen, devolver el saludo aunque no saludemos nunca a nadie y agachar la cabeza aunque no hayamos hecho nada. Pero depende qué personas en depende qué lugares y depende de a qué horas esa autoridad no tiene ningún valor; y eso fue algo que Valentín, el novato, no pudo preveer.

Estuvo dos meses en el hospital, y desde su regreso al cuerpo tras la baja nunca dejó de pensar en aquella noche. Aquí debemos decir que se llevó todo el mérito, por lo que por mucho que le sigan llamando novato, cada uno de sus colegas están deseando que se les asigne a Valentín como compañero.

A pesar de que no fue el héroe de aquella velada estoy segura de que no decepcionaría a ninguno. Tampoco fui yo la heroína, dadas las circunstancias y mi potencial, sino Sasia, quien esa noche me dio una enorme lección de humildad. Es una tontería, pero nunca me había parado a pensarlo seriamente: No soy imparable.

Aquella noche le había dado por cojear deprisa: Cuando tras comprar un par de paquetes de tabaco a altas horas de la madrugada en una tasca de la zona industrial y convencer a Sasia de que durmiese en nuestro piso aquella fría noche, en las vías de nueva construcción de cinco manzanas al sur de nuestra calle un coche de policía se encontraba parado en medio de la calzada, con las puertas abiertas y las luces encendidas. Más al fondo, entre las sombras de los edificios a medio empezar de la nueva promoción de viviendas de máximo lujo y desmedido confort, descansaba en el suelo lo que parecía un cuerpo completamente estático.

Sasia me agarró del codo casi con ternura, intentando llevarme en dirección contraria, hacia la que él consideraba que debíamos tomar alegando, mientras hablaba con cierta premura, razones médicas de peso para el inmediato descanso de su maltrecho cuerpo. Pero ya habían sido demasiadas las veces que lo había dejado pasar, y aunque sólo fuese por curiosidad debía acercarme; con toda tranquilidad me solté de la en realidad sorprendentemente fuerte presa a la que me tenía sometida Sasia y me dirigí hacia el coche de policía.

Mis rasgos faciales han sido definidos en más de una ocasión como “duros”, y también más de una vez he tenido que soportar frases como “te voy a romper esa bonita cara tuya de puta”; y después siempre pasa lo mismo; acaban ellos con la cara hecha añicos. Mi cuerpo atlético también ha recibido innumerables halagos como “te voy a partir las putas piernas” o “No me jodas… ¿La cachonda se me pone chula?”

¿Qué haría falta para que todos nos llevásemos un poquito mejor? Imagino que es necesaria una combinación demasiado complicada como para que nuestros dirigentes se lo tomen en serio y decidan cambiar las cosas: un poco de miedo, un poco de disciplina, otro poco de saber ponernos en lugar del otro y un poco más de sentido del humor. Muy pocas veces me encuentro con alguien tan bueno como Valentín, y el hecho de que sea complicado encontrar alguien tan humano que ni siquiera le llegue a la suela de los zapatos, alguien que tenga una palabra amable y sincera perpetuamente preparada, alguien que sepa que cuesta tan poco hacer feliz a los demás o alguien que haga de su sonrisa un paraguas y deje que llueva… una vez que topas con uno te cuesta asimilar que no seamos todas y todos como el.

Al parecer intentó razonar con aquellos desalmados; y también al parecer aquellos desalmados pertenecían a algún tipo de mafia local con la bastante influencia en las calles como para creer que podían hacer lo que les viniese en gana sin que existiese ningún tipo de represalia. Con el compañero de Valentín acabaron pronto; era el cuerpo que había adivinado antes entre las sombras. Pero con el pobre novato quisieron divertirse un poco. Para cuando Sasia y yo llegamos hasta dónde se encontraba Valentín, ya tenía tres costillas fracturadas, un brazo roto por diversas partes y numerosas contusiones a lo largo y ancho de su cuerpo; estaba sangrando como un cerdo, el pobre.

Ellos eran trece; yo era invulnerable y me sentía invencible.