domingo, 20 de diciembre de 2009

:.CAPÍTULO 2 - PARTE 1::



-¿Estás bien? ¿Quién era? – Dijo en tono cauto Valentín mientras se quitaba el uniforme. Iris acababa de colgar el teléfono de la mesilla y volvía a dejar caer su cuerpo cansado en la cama al tiempo que se llevaba las manos a la cara con un gesto abatido.

Siendo tal día como aquel, a horas tan tempranas, y a pesar de la obligada pregunta, Valentín sospechaba… conocía perfectamente la respuesta. Había llamado Sasia; como el año pasado y como los cinco anteriores. Como cada vez desde que habían conocido la noticia de la muerte de Sara.

-Era Sasia. – Respondió Iris al fin. – Quiere quedar con nosotros en el cementerio...
-Entonces hoy es el día…
-¿Lo habías olvidado?
-No… - se apresuró a responder. – Simplemente… Ya sabes: todavía me cuesta aceptarlo. Se fue de nuestras vidas hace ocho años, pero todavía… todavía…
-Lo se. – Iris abrió la ropa de la cama invitando a Valentín a entrar. – Todavía crees que aparecerá por la puerta en cualquier momento.
-¿Qué crees que diría?
-¿De lo nuestro? – Respondió Iris. Valentín ya estaba en cama con ella, como cada noche de los últimos treinta y siete meses, y también como siempre la abrazó con infinito amor y cariño. – Siempre me preguntas lo mismo. Creo que siempre supo… que tú y yo podríamos… que nos complementaríamos, de algún modo.
-Yo creo que siempre supo que me gustabas. Y después supo que te quería. Por mucho que intentase quedarme lejos de ti o por mucho que me esforzase en disimular lo que sentía creo que… o bien no supe ocultar mis deseos o…
-Déjalo… - Susurró iris mientras separaba lentamente su cuerpo de su marido. – Diría que siguiésemos con lo nuestro como si ella no estuviese, que es precisamente lo que tenemos que hacer. ¿Vendrás?
-No.

La apresurada y casi entrecortada respuesta de Valentín se repetía año tras año. Culpaba a Sasia de la marcha de Sara y por supuesto de su muerte. Todavía no podía entenderlo: la había visto avanzar impasible ante miríadas de proyectiles que chocaban contra su aparentemente frágil cuerpo; había comprobado cómo la contundente caída desde una altura de más de cuarenta pisos no fracturaba todos los huesos de su evidentemente inquebrantable físico; había presenciado de qué manera su piel no se rasgaba lo más mínimo ante la imponente y violenta fuerza de una barra de acero golpeándola en pleno rostro. ¿Cómo podía haber muerto?

Todavía se sentía incapaz de admitirlo.

-¿Sabe Sasia cómo…
-No. – Cortó Iris al instante. - O al menos eso dice. – Decidió levantarse definitivamente de cama. - Asegura que no tiene ni idea de cómo murió. ¿Vendrás esta vez?
-Sabes que no puedo… - Valentín observó vestirse a Iris mientras se quedaba inerte sobre la cama y terminaba por clavar la vista en el techo. – No se qué haría si volviese a verlo. Iré mañana por la noche.
-Como quieras. Pero el que Sara decidiese marcharse no fue culpa suya, y hasta donde se tampoco su muerte. Sólo fue culpa de la propia Sara.

Incluso sus propias palabras le resultaban extrañas. Ni ella se las creía.

Abrió la ventana de la habitación y el frío de la mañana inundó la estancia moviendo las largas cortinas y despertando sus sentidos.

Todos los años mantenían una conversación similar, y también como todos los años acabarían discutiendo y durmiendo en camas separadas al menos un par de días, hasta que ambos admitiesen que era absurdo discutir; que había cosas que era imposible cambiar; que Sara se había ido para siempre. En cierto modo ninguno de los dos admitía que no prefiriesen el destino que compartían; sospechaban incluso que en parte la desaparición de Sara había sucedido en un momento en que su relación se estaba estancando, el amor de Valentín crecía día tras día y la presión de Sasia disminuía, cada vez más, diluida entre la obsesión de Sara y sus propias indecisiones.

Valentín se levantó de nuevo y la abrazó; acercó su mejilla a la mejilla de Iris y apretó con tanto ardor como suavidad su esbelta figura mientras susurraba a su oído palabras de perdón. Ambos sentían la fría brisa que envolvía sus cuerpos aquella mañana despejada.

No hicieron falta palabras. Iris besó a su esposo con dulzura, terminó de vestirse y salió de casa con la intención de llegar al cementerio no demasiado pronto.

Prefería que Sasia estuviese allí antes de que ella llegase. Eso le daría tiempo para prepararse mentalmente; tiempo para afrontar una conversación con aquel que había supuesto el punto de inflexión en su vida y en la vida de Sara. Si ya estuviese allí Sasia ella no lloraría: se centraría en la conversación y en las palabras que brotarían de sus labios. Intentaría llevar los recuerdos hacia lugares en los que no sufriese demasiado.

Y por otro lado casi prefería que Valentín no la acompañase. A pesar de que el cementerio estaba considerablemente lejos siempre salía con el suficiente tiempo para ir andando, y pensar en compartir ese lapso con Valentín era algo que con seguridad no podría soportar. Sara y ella habían compartido tantas cosas durante tanto tiempo… que se veía en la obligación de reservar aquel largo paseo para recordarla y volver a vivir las memorias de su vida pasada.

Mientras caminaba ausente atravesando el parque volvía a recordar cómo se habían conocido, cómo comenzaron a quererse y cómo desapareció de su vida; cómo descubrieron su habilidad (Sara siempre la llamaba “habilidad”) y cómo se preocupó por el cambio de actitud de Sara; se acordó de cómo habló con Dora y de cómo Sara volvió a ser sólo en parte como antes era; recordó su primer beso y su primera noche de pasión; su primera cena y su primer abrazo. Volvió a vivir el momento en que decidieron pasar juntas el resto de sus vidas y sobre todo recordó los innumerables días de felicidad.

Pero también, como siempre, volvieron los malos momentos; la obsesión de Sara por su invulnerabilidad, la violencia inhibida que explotaba poderosamente en los rincones más oscuros de las calles y de manera completamente injustificada; las palabras de Sasia instando a Sara a permanecer hierática ante la injusticia y la presión de Valentín reclamando su ayuda ante la crueldad inherente al ser humano. Y luego estaba ella: Iris. ¿Habría acabado siendo algún tipo de influencia?

Tras atravesar el parque siempre intentaba despejar su cabeza unos instantes; sorbía un poco del café ya tibio, se detenía al lado de la última higuera y proseguía su camino hacia el camposanto.

El día que Sara decidió marcharse aparecía siempre entre tinieblas, medio difuminado por las lágrimas que habían brotado imparables de sus ojos, medio diluido por el dolor que sintió durante días, semanas, meses, años… y por el dolor que todavía sentía. Por eso no lo recordaba tan bien como habría querido. De hecho le encantaría volver a vivirlo, volver a padecerlo, volver a sufrirlo… Porque significaría que sólo un momento antes Sara había estado en aquel salón; que todavía podría intentar convencer a Sasia de que le dijese dónde encontrarla; incluso significaría que podría despertarse un poco antes por cualquier azar y encontrarla todavía en casa. Podría incluso convencerla de que no se marchase; y tal vez lo conseguiría. Significaría que esta vez lo habría intentado todo; que habría hecho todo lo que no se había atrevido a hacer en el pasado... Significaría que habría suplicado que no se marchase.

Aquel día, el día que Sara se marchó, una parte de Iris se fue con ella; la parte más importante, en realidad, pues nunca había vuelto a sentir por nadie lo mismo que había sentido por ella.

Recordó mientras rodeaba la verja del cementerio cómo se había dado cuenta de que no sólo Sara no estaba en casa aquella mañana, sino de que no regresaría. Recordó cómo tardó en aceptarlo; cómo desayunó sola esperando escuchar el ruido de las llaves de Sara entrando en la cerradura; cómo se levantó, salió de casa y avisó a Valentín; cómo salieron a buscarla; cómo encontraron a Sasia en su pensión de la zona industrial y cómo había fingido sorpresa cuando le dieron la noticia.

-¿Iris? – Escuchar su nombre la había devuelto de manera brusca al presente, y sólo acertó a responder lenta y fríamente con otro nombre.
-Sasia.