jueves, 3 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 3::



No quiero entrar en detalles de momento, pero quiero que sepáis que probé de todo; hice tantas normalmente consideradas locuras que perdería mil páginas sólo en describirlas brevemente. Por supuesto mis amistades se resintieron al igual que mi relación con Dora, más era tal la ceguera que me consumía que no veía un cuchillo sobre la mesa, sino una nueva herramienta con la cual probar; no pensaba en la practicidad habitual de un cable de corriente, sino en cómo podía utilizarlo para mis fines.

Y poco a poco fui siendo consciente de que la más alocada de las tentativas que podía realizar sobre mi cuerpo no producía ningún tipo de reacción en él. Entonces se me ocurrieron otras alternativas. Por aquel entonces no me había visto obligada a tirarme todavía desde una altura de veinte pisos, ni había sido arrollada por un tren de mercancías, pero me había quedado bastante claro que nada de mi entorno cercano podía molestarme siquiera.

Lo del atropello había sido distinto, y por decirlo de algún modo… lo que sentí fue un dolor distinto al que cualquiera de vosotros puede sentir; fue un dolor provocado por el miedo; por el terror que supuso el impacto; por las horribles consecuencias que de manera natural provocaría aquel tipo de choque en el ser humano. De hecho perdí el conocimiento. Cuando lo recuperé estaba sobre una camilla, rodeada de gente y varios sanitarios uno de los cuales intentaba inyectarme lo que ahora supongo sería algún tipo de calmante. Achacaron la imposibilidad de que la aguja perforase mi piel al shock sufrido por el impacto, el cual habría provocado una rigidez extrema en los músculos del afectado.

Ni siquiera él mismo se lo creyó: mis músculos estaban tan relajados como al despertar de un largo y reparador sueño. Pero otra característica común a todos nosotros es que queremos creernos lo que nos queremos creer, lo cual se relaciona directamente con el enfrentamiento ante lo desconocido; dar pie a concebir que la aguja se rompía cada vez que intentaban ponérmela porque mi piel era impenetrable por naturaleza sería aceptar que se encuentra uno ante algo que no puede abarcar por lógicamente imposible. Y sinceramente es preferible continuar con nuestra rutina, esconder la cabeza en nuestro apestoso cubil y poner excusas aludiendo al estrés, cansancio y demás, que no nos dejan pensar con claridad. Una horrible alucinación. Debo trabajar menos.

Algunos curiosos lo llamaron milagro. El asunto es que me levanté lentamente y me fui con mi abuela a casa. Fue en ese preciso momento cuando me di cuenta de que no notaba las caricias de Dora.

Tras todos los experimentos de puesta al límite de mi habilidad comencé a pensar en cual sería el nivel en el que me estaba moviendo; me refiero… Vale: la piel es invulnerable aunque el pelo se pueda cortar; ya por entonces mi sistema nervioso parecía haberse tomado unas largas vacaciones. No sentía el calor de los alimentos ni el frío de las bebidas pero, ¿hasta qué punto?

Finalmente bebí agua hirviendo; litros. Y lo único que conseguí fue pasarme la tarde del sábado yendo y viniendo del baño al garaje, donde me había acomodado en mis ratos libres; en los verdaderamente libres, cuando mi abuela estaba descansando o fuera de casa. Comencé incluso a meter las manos en las brasas de la chimenea, luego los brazos y finalmente casi todo el cuerpo, y no sentía el mínimo atisbo de calor. La temperatura de mi cuerpo, sin embargo, se mantenía extrañamente anclada en aproximadamente treinta y nueve grados hiciese lo que hiciese, lo cual me ha dado mucho que pensar en los últimos años.

En todo caso poco tardé en encender un buen fuego, desnudarme (ya había chamuscado suficiente ropa) e introducirme dentro del fuego. Dentro. Del todo.

Es una sensación curiosa, y todavía lo hago de vez en cuando. Pensaréis que estoy loca, pero en cierto modo me ayuda a pensar; me siento un poco más segura, por muy absurda que os parezca la frase viniendo de quien viene. El fuego siempre es hipnótico; puedes quedarte mirándolo fijamente horas y horas; y cuanto más frío haga fuera, más cómoda estas frente al fuego. Pero estar dentro… Las llamas te envuelven y lamen tu cuerpo, y si os soy sincera debo deciros que es la impresión más parecida a una caricia que he sentido en años.

Pero hay fuegos y fuegos; tardé varios años en probar el fuego de una fundición.

Nada.

Nada de nada.

Una vez dentro del horno abierto incluso llegué a empaparme de platino fundido y a separar los labios lo máximo posible con el fin de lograr que el metal y las llamas entrasen por mi boca y garganta; era difícil incluso moverse: Aquello ya no era fuego; era el mismísimo infierno. Me costaba respirar, y a pesar de que mi cuerpo no sufrió daño alguno casi perdí la cabeza. Estamos hablando de casi mil setecientos grados y rodeada de metal fundido. Realmente es para volverse completamente loca.

Hoy por hoy (que yo sepa) sólo tres personas conocen mi habilidad: Iris (mi antigua amiga), Valentín (mi mejor amigo) y Sasia.

Sasia es muy peculiar: tiene una edad indeterminada (muy mayor; mucho) y camina o muy despacio o muy rápido haciendo alarde de una (creo que fingida, aunque no se hasta qué punto) pequeña cojera. No se mucho de su vida, o al menos no se si es cierto todo lo que cuenta: las historias de todos sus viajes son algo rocambolescas, aunque no más que sus anécdotas en la propia ciudad; a veces nos cuenta el mismo relato con diferentes nombres y en diferentes lugares. Vive en una pequeña pensión de la zona industrial de la ciudad, pero sólo la utiliza para dormir: el resto del día se dedica a caminar por toda la capital, yendo y viniendo constantemente; haciendo esto y aquello; hablando con este y aquel; y al final del día llama a mi puerta donde Iris y yo lo recibimos con una taza de caldo caliente y un libro nuevo que regalarle.

¿Cómo lo conocí? Más bien deberíais preguntar cómo supo Sasia de mi existencia.

El otro día robé algo de dinamita y la hice explotar en una excavación abandonada mientras la apretaba contra mi pecho.

La semana pasada insulté a un grupo de neonazis borrachos a las tantas de la madrugada mientras quemaba allí mismo el Mein Kampf.

El mes pasado empapé mis brazos en nitrógeno líquido que me ayudaron a sacar de una clínica veterinaria.

El año pasado me escondí en una voladura justo antes de la cuenta atrás.

Ya no hay orden ni concierto; doy palos de ciego alternando intensidades sin saber bien cual será el siguiente paso, pero en el fondo abrazo la esperanza de volver a sentir algo.

Iris lo intenta; por dios si lo intenta. Es la mujer que todas y todos desearían tener a su lado y en su cama. Es preciosa, atenta, cariñosa, algo irascible y exagerada. Chocamos en numerosas ocasiones y en muchas de ellas es Sasia el que nos tranquiliza a ambas. Iris quiere que de una vez por todas me ponga en manos de alguien que me pueda ayudar: un médico, un curandero o un Dios; poco le importa quien; el asunto es que ponga punto y final a mi obsesión y decida qué hacer con mi vida de una vez por todas. Y aunque en el fondo se que tiene razón en lo que dice, me veo obligada a continuar mi búsqueda al menos una vez más; sólo una vez más. Y Sasia está de acuerdo conmigo.

Mi piel es suave.

A lo largo de su vida el ser humano utiliza más ciertas partes de su cuerpo que otras; dependiendo de en qué asuntos desarrolle su vida tanto personal como laboral, pueden acabar formándose callos o endurecimientos en determinados lugares. Si alguien se pasa diez años caminando descalzo por caminos de arenisca y pedruscos las plantas de sus pies se volverán duras como la piedra (obviamente es un decir); si se pasa diez años trabajando en una mina, pongamos por caso, sin guantes, las palmas de sus manos perderán cierto tacto y serán casi tan duras como aquellas plantas de los pies; Si se escribe mucho y frecuentemente es inevitable desarrollar el “callo del estudiante”. Además, independientemente de estas partes de nuestro cuerpo y debido a estos menesteres, las habitualmente más expuestas a las inclemencias del tiempo suelen ser más resistentes al dolor (es muy distinta la molestia de una pequeña aguja clavándosenos en la mano que en la ingle o entre los dedos de los pies) mientras que las menos expuestas suelen ser más sensibles. Aquí insisto: mi piel nunca se ha endurecido porque es inexpugnable; no se ha visto sometida a las inclemencias habituales porque no las ha sufrido; es suave como cuando tenía trece años.