viernes, 4 de diciembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 4::



Iris trabaja en un banco, como hacía mi padre. De hecho en la misma entidad. A veces le ruego que pregunte una vez más a los administrativos más rancios si conocían a León, al que casi no recuerdo. Creo que era alto y algo desgarbado, y de carácter apacible y naturaleza alegre. La que imponía algo de orden en casa era mi madre, Eva; ella era la que castigaba y aleccionaba, tanto a mi hermano como a mí, a pesar de la diferencia de edad entre ambos. Con León siempre se podía contar a la hora de jugar con nosotros. No quiero decir que mi madre no disfrutase (o se permitiese disfrutar) con sus hijos, pero era la que llevaba el orden en su interior y lo hacía extensible a todos los demás de la casa.

Murieron cuando yo tenía nueve años; en un accidente de tráfico el uno de enero del año noventa y cinco. Y desde ese día hasta tres o cuatro meses después apenas tengo recuerdos; no se cómo fue el discurrir de los acontecimientos en aquel tiempo. Sólo… desperté del letargo, por decirlo de algún modo, para darme cuenta de que estaba viviendo con Dora.

La memoria y los recuerdos que guardamos en ella, tanto de manera consciente como inconsciente, son conceptos inherentes a un terreno en verdad mucho más extraño que aquel referido a mi invulnerabilidad: de mi madre guardo la imagen del café sólo largo sin azúcar todos a diario, muy temprano, bastante antes de que todos los demás diésemos la bienvenida a un nuevo día. También conservo los cuidados que me dedicaba cuando caía enferma o las caricias que me ofrecía justo antes de acostarme; y aunque durante varios años y todos los días veía su rostro, en la actualidad sus facciones han ido difuminándose y desapareciendo lentamente de mi memoria. Claro que esto es algo común; algo que nos sucede a todos; pero hay que admitir que esos recuerdos están escondidos en algún lugar. Si en algún momento poseemos el conocimiento sobre algo no deberíamos limitarnos a arriesgarnos a perderlo; deberíamos poder recurrir a él siempre que quisiésemos. En otras ocasiones ni recordamos haber olvidado algo, y son los signos que recibimos de manera espontánea los que se encargan de despertar nuestros recuerdos; recuerdos que, insisto, ni siquiera recordábamos haber perdido. Puede ser un olor, o un sabor… o una sensación, por extraña e inoportuna que sea. A veces son sueños los que nos trasladan a otro tiempo y lugar de una manera tan intensa que casi parece real.

Y eso mismo es lo que me salva. Ni siento ni padezco a nivel físico, pero emocionalmente esos recuerdos son tablas de salvación que me refrescan durante varios días; me cambia el humor, y eso a Iris le gusta. Incluso Sasia parece más relajado.

Hace un par de meses estuvo bastante enfermo, e Iris y yo fuimos las únicas que pudimos ayudarle. Lo llevamos al hospital y estuvimos con él todo el tiempo que nos fue posible y algo más. Tiene algo en los pulmones y los médicos dicen que lo más probable es que el próximo invierno (y a ver qué tal pasa éste) tendrá difícil continuar con nosotros. Cuando le dieron el alta nos lo trajimos a casa hasta que se recuperó y se cansó de nuestra compañía. No lo vimos durante una semana.

Es muy triste; pero al final todo el mundo acaba por irse. Leyes de la naturaleza; estúpida.

Pero no estoy segura de que yo me vaya a ir.

Obviamente con el paso de los años he crecido hasta convertirme en la mujer que soy; me he desarrollado y crecido en todos los sentidos. Eso significa que no soy demasiado distinta a todos vosotros. Si nada puede herirme ¿Moriré de vieja?

Cuando un cascote de nosecuantas toneladas me cae en la cabeza, o en el pecho, o en una pierna… la sensación es curiosa, y no me refiero a lo que no siento, sino a lo que se me pasa por la cabeza; en qué me pongo a pensar en esos momentos. Como siempre digo, mis músculos son susceptibles de sufrir cierta deformación si se les aplica cierta presión. Ahora bien: llega un momento en que (imagino) no puede comprimirse más masa en el espacio que ocupan huesos, músculos, piel, venas, etc. Y de ahí no pasa; no cede; y no se rompe. Si ese cascote me aplasta contra el suelo, en cierto modo es casi como si yo no estuviese debajo.

No se bien cómo explicarlo: si golpeas una mesa con la palma de la mano abierta es muy distinto a si la golpeas con la punta de un picahielos, así como es muy distinto recibir un golpe con una pala que con un pico. En gran medida es debido no sólo a la fuerza con la que se reciba o aplique el golpe, sino a la superficie ocupada por el objeto que golpea. Cuanta más fuerza en menos superficie de impacto, más posibilidades hay de que la superficie del objeto golpeado ceda. En cierto modo esto es lo que practican los fakires cuando se tumban en su famosa cama de puntas; en ese caso el peso del fakir (que además no es mucho, habitualmente) se reparte de manera uniforme a lo largo de todas las puntas; imaginad ahora una cama con una sola punta en la que se tumba alguien de repente.

Mi caso es parecido: sólo soy una pieza indestructible en medio de dos trozos enormes de masa más o menos regular; soy muy poca superficie con respecto a la fuerza ejercida; soy la única punta de esa hipotética cama de fakir.

El suelo se resquebraja del mismo modo que el gigantesco escombro.

La muerte nos sobreviene (evitando aludir a accidentes fortuitos o enfermedades inhabituales; y aún así) desde el momento en que nuestro cuerpo empieza a ceder al paso del tiempo. Las células que nuevamente y de manera continua se generan son copias de copias, y en cada copia puede haber errores. En mi caso está claro que envejezco, por lo que en principio debo suponer que mi esperanza de vida estará (si lo está) poco más por encima de la media habitual dados los tiempos que corren; pero no estoy en absoluto segura de ello. Si mis células mueren y nacen otras nuevas, asumiendo que cada célula es una copia de la anterior y comprobando que envejezco, es de suponer que moriré. ¿Pero acaso no serán mejores las copias de mis células que las vuestras? Parten desde mejor posición; eso seguro.

Sin embargo moriré, sospecho, y eso es algo que… existiendo la posibilidad de que no suceda (porque existe; la mía es una situación extrema y desconocida), me causa cierta inquietud; es como si no fuese justo. ¿Por qué debo morir si tengo esta asombrosa habilidad? No la entiendo bien, por lo que no puedo asegurar ni una cosa ni la otra; y eso casi es lo peor. En algún lugar escuché una vez que la duda es el peor enemigo del hombre; porque aunque quieras y te atrevas no tienes a qué enfrentarte.

Sasia dice que no soy la única en el mundo; sí soy la que de manera más exagerada posee esta habilidad, pero dice que en algunos de sus viajes ha conocido a otros casi tan resistentes como yo: en Rusia un apacible campesino de las afueras de Novosibirsk es capaz de trabajar sin descanso y sin sentir las inclemencias del frío durante varias jornadas; en Katangjhiri, un pequeño pueblo de la India, un anciano de nombre impronunciable puede descansar durante horas sobre brasas sin sufrir daño alguno; en Perú, un joven agricultor padre de familia es capaz de cargar con unas pocas toneladas durante un breve período de tiempo. No ha conocido a muchos más, pero creo que todo eso lo dice para que no me sienta tan sola.

En cierto modo el mismo Sasia admite que hace mucho que debería haber muerto, y la última visita al hospital nos lo ha confirmado (de hecho, esas mismas palabras las utilizó el doctor en un par de ocasiones). Es como si nuestro amigo lograse gracias a su fuerza de voluntad vivir un poco más ya que al fin me ha encontrado; como si fuese algún tipo de misión en su vida; como si antes de dejarnos tuviese que darme alguna lección, ayudarme en algo que me sucederá, o simplemente para que yo aprenda al menos un poquito de lo que él ha aprendido durante toda su vida.

A lo mejor piensa que ha de ser como una especie de guía para que me mantenga de algún modo estable; para que no me deje llevar, ni para bien ni para mal, por la (en realidad) enorme responsabilidad de mi don. Y eso es algo que he estado pensando mucho últimamente y que relaciono con las lecciones de mis padres y mi abuela. Si puedo ayudar de una forma mucho más intensa que los demás… ¿Debería responsabilizarme de la habilidad que me fue dada para ello? Es más… ¿Me fue dada para ello? También podría coger todo lo que quisiese de cualquier lugar y en cualquier momento, pues nadie podría detenerme.

Ayer mismo le quité la vida a una persona.