domingo, 29 de noviembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 2::



Aquello se quedó en una simple anécdota, y creo que sólo Iris se dio cuenta de que mi mano había sido golpeada por la puerta. No dijo nada. Por supuesto todos miraron en nuestra dirección; incluso uno de los dos profesores encargados del orden y buen discurrir de los recreos se acercó hasta nosotras para preguntar si estábamos bien, que nos apartásemos de la puerta para evitar precisamente situaciones de riesgo como aquella y que todavía faltaba media hora para que saliésemos del patio; que jugásemos a algo.

Esa fue la primera vez; más tarde hubo otras y después algunas más; sobre todo desde el momento en que decidí comprobar cuáles eran los límites de mi resistencia anti-natura.

Tal vez no seáis conscientes todavía. Y no penséis que afirmo esto último porque considere que no podríais llegar a comprenderlo; simplemente opino que siendo algo tan inhabitual seguramente no os habéis parado a pensarlo lo suficiente. ¿Y para qué lo haríais? ¿De qué valdría? Si a alguien le llama la atención la palabra invulnerable la busca en el diccionario, la entiende, la asimila y listo; a otra cosa.

Pero yo no puedo pasar a esa “otra cosa”

Como digo aquel día lo recuerdo bastante bien, sobre todo desde que llegué a casa. El resto del tiempo que había pasado en el colegio después del patio y las últimas clases de la mañana transcurrieron con cierta normalidad dada nuestra edad y nuestras pocas y frágiles ganas de estudiar, por lo que cuando cogí el autobús para comer con mi abuela lo único que tenía en mente era comprobar de algún modo, del que fuese, qué había sucedido. No era la primera vez que la puerta golpeaba la mano de algún alumno, y dado que los niños de mi edad tendíamos a hacer corrillo alrededor de la víctima, todos sabíamos cuales eran los resultados de aquel tipo de golpe. Y mi mano estaba intacta.

Sólo había sentido un leve hormigueo en la mano, muñeca y antebrazo; muy leve; casi como… como si se acariciase dulcemente la zona con una suave pluma mientras los músculos se tensan incluso hasta que palpiten un poquito.

Cuando la abuela Dora me abrió la puerta, me dio un beso y me dijo que la comida ya estaba en la mesa, que me lavase las manos y dejase el abrigo en la entrada, la mochila en la habitación y los guantes en el mueble de la entrada, yo sólo estaba pensando en qué había pasado. Mientras comíamos los deliciosos macarrones con jamón y tomate sólo podía pensar en qué diablos había pasado al tiempo que respondía con monosílabos más o menos acertados a las preguntas de Dora; y mientras la abuela tomaba su habitual vaso de leche caliente manchado de café tras la comida en la sala de estar yo sólo podía pensar en qué había pasado.

Cuando se fue a descansar un rato tras la comida, ya me encontraba totalmente decidida a repetir lo que me había pasado en el colegio.

Pero entendedme: tenía trece años. Y cuando puse mi mano (la misma mano) sobre el marco de la puerta de la entrada del garaje y con la otra así con ímpetu el portón a fin de cerrarlo con desmesurada violencia… entonces, en aquel preciso instante... me entró cierto miedo. No sabía cómo ni cuando había recibido o desarrollado aquella habilidad (a partir de ahora la llamaremos habilidad; ya pensaré con calma más adelante como denominarla), y tampoco sabía hasta qué punto no la habría perdido ya. No era impensable ¿No? Es decir: podía romperme la mano. Tal como la habilidad había venido podría de igual modo haberse ido.

Me lo pensé dos veces y dejé la puerta abierta.

Las siguientes semanas transcurrieron de manera extraña: por un lado tenía que plegarme al habitual discurrir tanto escolar como familiar (mi abuela era bastante estricta en según qué cosas), y por otro no dejaba de pensar en lo que había sucedido. En aquel tiempo no me atreví a tantear de nuevo mi habilidad y tampoco surgieron oportunidades concedidas por el azar para ponerlas a prueba. La duda me comía por dentro. ¿Hasta qué punto podía soportar los golpes? ¿Cuánto podría aguantar? ¿Qué intensidad de dolor sería suficiente para obligarme a gritar “basta”?

Bien pensado, y visto desde el prisma de hoy en día (con casi veintinueve años), puedo conceder que la obsesión que comencé a sentir por aquel entonces a la hora de pretender experimentar con mi propio cuerpo los límites del dolor, sería la información perfecta para cualquier psicólogo de tres al cuarto que comenzaría a hablar de (como todos) traumas de la niñez relacionados con la accidental y temprana muerte de mis padres blablablá blablablá blablablá… Entiendo (no penséis mal) la labor que hacen, pero en realidad (y por experiencia propia lo confirmo) suelen errar en sus predicciones y conclusiones un ochenta por ciento de las veces; al menos conmigo. ¿Acaso no me encontraba en una situación, digamos, extrema? Estoy convencida de que no existe ningún libro que hable de la relación de la invulnerabilidad en el cuerpo humano con los estudios socio psicológicos del niño-adolescente.

Como dije, tardé casi tres meses en comenzar una nueva vía de conocimiento, ya que no me sentía lo suficientemente valiente como para tomar la decisión de intentar autolesionarme y ver qué pasaba. Comencé a buscar en la palabra escrita una posible (si no solución) sí explicación por difusa que esta fuese para lo que estaba acabando con mi salud mental.

Aquellos tres meses supusieron una realidad bien distinta a la por entonces habitual; dejé de verme tanto como lo hacía antes con Iris y mis demás amigas y amigos y dejé de interesarme por nada que no fuesen diccionarios, enciclopedias y libros… más bien extraños y sin ningún fundamento teórico (la verdad es que algunos eran casi esoterismo). Por supuesto Iris debió preocuparse y hablar finalmente con Dora sobre mi comportamiento ausente, porque cierto día mi abuela me dio una charla larga, pesada y repleta de preguntas y más preguntas relacionadas con mis proyectos de futuro, con el despertar del interés en el sexo opuesto, con los cambios que mi cuerpo había comenzado a experimentar, etc; también me habló del poder de la amistad y la confianza en la familia, “compartir es vivir”, me decía “y no sólo se debe compartir lo que se posee de manera material, sino el apoyo, ayuda, bondad… de eso todos tenemos y podemos compartirlo”. Tal como lo recuerdo fue en parte un aviso sobre mantener la amistad, pero sobre todo la charla estaba enfocada en el paso de niña a mujer; en los nuevos intereses de las chicas de mi edad; en los cambios fisiológicos que por seguro estaba apreciando.

Cambios por supuesto; del tipo que Dora pensaba, en absoluto. Y mi amistad con Iris, aunque no igual, era muy intensa.

Nunca me interesé por el sexo opuesto.

Pero la verdad es que tras el tiempo del miedo y frente a las intrascendentes victorias supuestas por la búsqueda de información, me dí cuenta de que debía ser yo misma la que abriese, de manera directa, la vía de experimentación con respecto al tema que tenía entre manos; lo vi clarísimo cierto día.

El día que aquel coche me atropelló.

Habían pasado unos cuatro meses desde el accidente de la puerta, y esta vez no sentí nada de nada: ni el primer y contundente impacto del coche, ni los repetidos golpes contra el asfalto, ni el violento golpe que me detuvo contra el semáforo.

Ni el contacto de los sanitarios, ni el viento en la cara, ni las caricias de mi abuela…

Nada.

Hoy en día se que una bala no puede perforar mi piel; que una caída de más de dos plantas no me rompe las piernas, que una de más de diez ni me rompe las piernas ni me mata. Que un golpe en la base del cráneo con un martillo no significa nada para mi; que un cuchillo no me corta; que un camión no me rompe todos los huesos; pero también se que una caricia no puede perturbar mi libido; que una noche de pasión no me dice nada, que una orgía ni me dice nada ni me supone placer. Que un beso en los labios no significa nada para mí; que el orgasmo sólo es una palabra más; que el ardor de la pasión no quema todo mi cuerpo.

Imaginad una aguja de calcetar bien afilada; con una punta tan afilada que no suponga esfuerzo alguno perforar una sandía; como si fuese mantequilla. Esa fue mi primera prueba. Recién cumplidos los catorce, y seis meses después de lo de la puerta.

La aguja comenzó su lento recorrido hacia el envés del antebrazo de manera decidida; al primer contacto de la punta con la piel mi mano pareció perder algo de confianza, pero al poco me forcé a continuar. ¿Lo habéis probado? Qué tontería… claro que no: La piel empieza a deformarse y a ceder terreno frente a la presión de la aguja en una superficie tan pequeña. Cada vez, poco a poco, se le aplica más y más presión; y más; y más. Por supuesto el dolor no existe, pero la aguja tampoco entra atravesando la piel, y llegado un momento, por mucha presión a mayores que se le añada es imposible ganar terreno y así se queda. Ocurre lo mismo en todas las partes de mi cuerpo: mi piel es insensible e inexpugnable.

Pero una niña de catorce años no tiene, que digamos, demasiada fuerza, y yo necesitaba encontrar el modo de volver a sentir.



sábado, 28 de noviembre de 2009

::CAPÍTULO 1 - PARTE 1::



Me llamo Sara… y soy invulnerable.

Al ser humano siempre le ha gustado etiquetar todo lo que le es enseñado o se comprueba aparecido de repente y sin previo aviso en su rutinaria, segura y confiada cotidianeidad; ese intento de control de la sociedad, naturaleza, espacio… contexto en el que vive, al fin y al cabo, no es más que el reflejo del profundo miedo que siente ante lo desconocido. Quiero decir: considera que una vez que lo etiqueta y lo define pasa a ser conocido, y ante aquello que se conoce siempre se puede actuar o reaccionar de algún modo. Preferiblemente controlar, en resumidas cuentas.

¿Cómo reaccionarían ante mí? Es decir, si supiesen que existo tal y como soy…

Comencé a ser consciente de lo que me pasaba aproximadamente a los trece años de edad. ¿Habéis buscado alguna vez la palabra “Invulnerable” en el diccionario? Yo tardé sobre tres meses en hacerlo, y lo que me encontré, en su momento, fue lo siguiente:

“Dícese de aquel que no puede ser herido”

El término existía, por supuesto, y a pesar de que me extrañó en cierto modo el hecho de que algo pudiese “no ser herido” (nunca se me ocurrió ningún ejemplo mínimamente válido hasta conocerme a mí misma), lo que más me llamó la atención fue que la definición se considerase aplicable a la condición humana. En caso contrario me habría encontrado con una definición del corte “que no puede ser mellado” o “estropeado” o algo por el estilo, quiero pensar. Algunos de los sinónimos que tiene la palabra son: Inexpugnable, ileso, inmune, seguro, invencible, protegido, invicto, salvo, irreductible, fuerte, indiscutible, imbatible, inviolable… Todos ellos con acepciones en realidad bien distintas a las que he acabado por considerar que posee la palabra “Invulnerable”. Y en mi caso sé perfectamente de lo que hablo.

Todos esos sinónimos sólo aciertan a describir aspectos independientes de mi condición; son todos los que están, en cierto modo, pero… son todos ellos unidos (y muchos, muchos más) los que pueden comenzar a manifestar la plena consciencia de lo que siento y padezco.

Ahora tengo veintiocho años, y según las etiquetas de la sociedad soy mujer, licenciada en Bellas Artes, caucásica, castaña, alta, camarera, profesora de dibujo, ama de casa, huérfana, dibujante y amiga, entre otras; y me reservo algunas. Está claro que todas esas etiquetas, unidas, pueden llegar a conformar un tenue (muy sutil, ciertamente) fantasma ligeramente similar a lo que en realidad considero ser, y en cierto modo la misma sociedad que me adjudica tales aptitudes o cualidades o como quieras llamarlas es la que reacciona ante mí teniendo en cuenta precisamente ese conjunto de nociones que me ha concedido. Algunos de esos conceptos o clasificaciones son irrevocables (licenciada en Bellas Artes no deja mucho lugar a la duda), pero otros como “alta” son tenidos en cuenta con respecto a la media, imagino, y en todo caso son susceptibles de ser sometidos a examen; pueden depender de la comparación según el contexto en el que me encuentre.

Hoy en día una caucásica (digan lo que digan aunque depende de en qué lugares) sigue siendo tratada de distinta forma que otras; una camarera tiene un estatus que todo el mundo reconoce (da igual una camarera que otra; básicamente es una persona que sirve en una cafetería); las chicas altas imponen más que las bajas, las alumnas de Bellas Artes están algo locas y las huérfanas tienen multitud de traumas de la infancia así que trátalas con cariño y condescendencia.

Me meo en la condescendencia…

Y esta es otra etiqueta que me auto-impongo y que la sociedad todavía no ha descubierto (creo): la de “mala persona”.

De verdad: me levanto casi todos los días con unas irrefrenables ganas de mandarlo todo a la mierda, quemarlo, cambiar de lugar de residencia y empezar de nuevo. Pero sé por experiencia que no valdría de nada: se cometerían los mismos errores a pesar de que el deseo máximo fuese no volver a consumarlos. Así que me quedo en la ciudad, me levanto de la cama y me aseo, desayuno un café muy cargado sin azúcar (uno de los pocos recuerdos que guardo de mi madre) e intento ser cada día mejor persona; a lo peor es por algún tipo de trauma…

Eso de estar hasta las narices nos pasa a muchos, aunque lo de quemar la casa es mas inhabitual. En mi caso fue por accidente.

Pero la etiqueta que (secretamente) ha definido mi historia es la de “Invulnerable”, pues, si me paro a pensarlo sólo un instante, ha sido tal capacidad… (no sé bien todavía como llamar a esta… habilidad) la que ha marcado mi evolución como persona mucho más que cualquier otra cosa que me haya sucedido en la vida; incluso más que la muerte de mis padres y mi hermano.

No os llaméis a engaño casi antes de empezar: mis músculos son blandos, no de acero. No tengo una fuerza sobrehumana ni puedo volar ni lanzar rayos por el culo; estoy atlética (otra etiqueta que marca el desarrollo y la experiencia social con el resto de la gente) aunque últimamente sólo corro un par de kilómetros diarios además de acudir dos días a la semana al gimnasio, y, como digo, mis músculos no son más que eso: músculos recubiertos de piel. Se deforman si les aplico cierta presión, puedo entrenarlos para que aumenten de tamaño y puedo doblar mis miembros como cualquiera de vosotros… solo que no se rompen. Por otro lado, aunque os pueda parecer extraño dada mi condición, puedo cortarme el pelo, por ejemplo.

Después de años estudiando con pocas o ninguna guía y teorizando en ocasiones de manera algo absurda, he llegado a varias conclusiones que en todo caso no están probadas todavía; creo que incluso son menos que hipótesis. Una de ellas (que sin explicar la extraordinaria resistencia de mi cuerpo sí acota en cierto modo el campo de investigación) hace referencia a la ausencia de invulnerabilidad en las células muertas. A priori es lo único (que se me ha ocurrido) que podría justificar que pueda cortarme el pelo y las uñas. Además la capa córnea de mi epidermis está muerta, como la de todo el mundo.

Aún así no me he cortado el cabello en todos estos años; es como si… como si el hecho de poseer a mi lado una cierta parte de mi cuerpo que no es indestructible y que puedo “matar” cuando desee, me mantuviese los pies en la tierra y la cabeza donde tiene que estar. De hecho, no recuerdo la última vez que fui a una peluquería (aunque esté ahí, en algún lugar de la memoria) y ni siquiera el día que decidí no volver a cortarme el pelo. De todas formas conservo fotos que demuestran que con trece años tenía media melena que lograba recoger en una pequeña coleta soportada en la nuca con la ayuda de una goma de color rosa eléctrico. ¿Cuándo no quise cortarme el pelo?... A veces me paso días intentando traer de vuelta ese recuerdo…

Seguramente estéis pensando “¿Cómo coño no va a recordar eso? Yo me acordaría de algo así; ¡La última vez que fui a la peluquería! ¡Cuando me juré a mí misma no volver jamás!”. Ya; pero es que en mi vida han sucedido cosas muchísimo más importantes; os lo aseguro.

Y si: tengo el pelo larguísimo.

Lo que sí recuerdo vivamente fue la primera vez que comencé a atisbar que algo no andaba del todo bien: en el patio del colegio nos juntábamos todos los alumnos de secundaria menos bachillerato, y en cierto modo era como una cárcel. No me entendáis mal: ni nos golpeaban ni nos soltaban a los perros ni nos encerraban bajo el sol en casetas de metal para que nos friésemos de calor. Simplemente había pesados balones de cuero que podían golpearte en cualquier momento y lugar, niños que podían arrollarte mientras corrían y se perseguían frenéticos jugando a algún tipo de juego que todavía hoy no acierto a comprender, niñas con gomas que se soltaban accidentalmente de sus manos cada dos por tres y que a saber a quien atizaban y sobre todo obras continuas de remodelación de la estructura del colegio que podían provocar más de un accidente. No entiendo cómo no había más de los que había.

Pero cierto día como tantos otros las fuertes corrientes de aire cerraron de golpe la pesada puerta principal de acceso al patio, y mi mano, en aquel momento, descansaba tranquila y confiada en el vano de la puerta como tan tranquila estaba hablando seguramente con mi amiga Iris. ¿Podéis imaginar el dolor? ¿Los gritos de sufrimiento? ¿Podéis imaginar el sonido de las falanges destrozadas tras el violentísimo impacto? ¿La hinchazón inmediata y de colores cambiantes que llegan a transformar la mano en algo que vagamente y sólo vagamente puede llegar a recordar a lo que en un tiempo fue una mano? ¿Podéis? ¡¿Podéis?!



Yo no pude. No sentí prácticamente nada.


jueves, 12 de noviembre de 2009

Bienvenidos



Saludos a todos y bienvenidos. En este lugar que habéis encontrado iré publicando de manera periódica los capítulos de esta nueva novela. Aparecerán de manera más pausada que la anterior (Confederación, de temática completamente distinta) y espero que tenga la misma acogida.

Se trata de una historia que lleva años rondándome por la cabeza (de momento estoy comparando los escritos que se hayan realizado sobre el tema hasta hoy, además de seguir inmerso en el desarrollo de la narración) y que por fín he decidido plasmar; como sea.

Los humanos tenemos cierto grado de "capacidad de regeneración", palabras que en su mayoría son utilizadas en su máxima expresión en historias con un cierto tinte de ciencia ficción. Del mismo modo, varios conceptos similares son material casi exclusivo de creadores (de cualquier ámbito) que no acaban de plantearse ya no las razones (aspecto reservado sin duda para las teorías de los genetistas) sino las repercusiones de tales "habilidades" en la vida de cualquiera de nosotros; la trascendencia, al cabo, de una persona "normal" con una vida "normal" y en una sociedad "normal" que se ve transportada de repente a un mundo en el que nada puede herirla.

¿Qué implicaría todo ello? Os pido que os pongáis en la piel del protagonista de esta novela; imaginad por un momento que sois  invulnerables; que nada ni nadie puede dañaros. ¿Pondríais a prueba vuestra nueva capacidad? ¿Cada vez más? ¿Qué tipo de crueldades por seguro se os ocurrirían si supieseis que nada puede dañaros? ¿Ahondaríais en el enorme poder moral o amoral que ello supone? ¿En la responsabilidad que acarrearíais desde tal momento? ¿Lo haríais público? ¿Os dejaríais llevar por la luz o por la oscuridad?

Seguro que más de uno se pondría una máscara y saldría en cuanto el sol desapareciese para repartir algo de justicia (su justicia, por supuesto), pero también se que más de uno se encerraría en su casa para intentar pensar con claridad: ¿Qué supone la invulnerabilidad?

Las preguntas, como digo, de "¿Por qué yo?" o "¿Cómo es posible?" posiblemente habría que dejarlas de lado (al menos en principio), pero miles de cuestiones y dudas nos asaltarían día tras día. Y de esto, precisamente, versa esta novela: de dudas y preguntas.

Espero que os guste.


ÍNDICE DE CAPÍTULOS:


Capítulo 1 - "Vitam alicuius scribo"

Capítulo 2 - "Ab imo pectore"